A no engañarse: no somos los únicos en la sociedad del odio

A no engañarse: no somos los únicos en la sociedad del odio

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“La grieta en Estados Unidos es más profunda que en otros lugares del mundo. Se ha roto el diálogo entre una mitad de la población y la otra. Un grupo ve al otro, ya no como adversario político, sino como un enemigo existencial a su modo de vida -sostiene el politólogo Daniel Kerner en una entrevista publicada en Perfil-. Si uno mira los libros de cuando subió Donald Trump, eran todos sobre el riesgo de la democracia. Hoy son sobre las condiciones para una guerra civil, ese es el clima”. Kerner no exagera. A los argentinos nos encanta sentirnos únicos, por más que se trate de raspar la olla de las miserias. Entonces pensamos que somos una isla y que nuestras divisiones no tienen equivalencia, cuando la realidad muestra que es el mundo el que está peligrosamente partido al medio, en una espiral de fanatismos que cíclicamente -como enseña la historia- se hace carne. Pero a diferencia de catástrofes pasadas, la hiperconexión nacida de la mano de internet multiplica estos escenarios ad infinitum. Y lo que ha emergido, ya como fenómeno global, es una desesperanzadora sociedad del odio.

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Ejemplo: los niveles de difamación, teorías conspirativas y mentiras lanzados contra Joe Biden durante la campaña electoral fueron de una brutalidad que hasta aquí no se ha empleado contra Alberto Fernández, CFK o Mauricio Macri. Y eso que se dijeron y se dicen barbaridades de todo tipo sobre ellos (y sobre cualquier otro funcionario o político). A Biden lo trataron, como mínimo, de pedófilo. De allí su fracaso -hasta el momento- en la conquista de uno de los principales objetivos que se fijó: cerrar la grieta en Estados Unidos. Al contrario; hay una sociedad enardecida y un escenario imprevisible, más allá de bravuconadas como la de Texas y su intención de convertirse en un país independiente. El contrapeso en el caso estadounidense pasa por la fortaleza de sus instituciones, aunque la irrupción de aquella banda de forajidos en el Capitolio llenó de dudas incluso a quienes confían ciegamente en el sistema. Eran los tiempos en los que Trump denunciaba haber sido víctima de un fraude y la paz social pendía de un hilo. “Están preparados para luchar contra motines o saqueos que pueden darse en distintos puntos del país”, comentó el politólogo Sergio Berensztein, quien seguía de cerca el proceso.

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Y ni hablar de América Latina. Empezando por el buque insignia, el Brasil de Jair Bolsonaro, cuya batalla electoral con Lula tendrá lugar en octubre pero, en los hechos, comenzó hace años. La fractura de la sociedad brasileña, impactante, sólo es comparable en virulencia con la que viven los chilenos. La victoria de Gabriel Boric sobre José Antonio Kast en la elección presidencial no movió el amperímetro de una grieta avivada en estos días por el plebiscito que decidirá si se acepta la reforma constitucional. Apruebo o rechazo son las opciones, y lo que debió haber sido un rico debate institucional se transformó en una guerra que revive el ardor de aquellas jornadas de protesta prepandemia, principio del fin de la gestión de Sebastián Piñera. Y hay mucho más. Como en Colombia, donde por primera vez la centroizquierda logró mover el péndulo de la voluntad popular con el triunfo de Gustavo Petro, pero la agitación -la grieta- está lejos de aplacarse. Podemos seguir recorriendo, país por país, continente por continente, y la sensación se reitera. Con las aristas de cada caso, por supuesto, pero siempre a partir de una connotación negativa.

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Con la sociedad del odio no se juega, porque no tiene límites. En el caso específico argentino uno de sus efectos más contundentes, y del que nos lamentaremos (¿o no?) con el tiempo, tiene que ver con Jorge Bergoglio. Al líder espiritual de 1.200 millones de personas, católicos que no tienen la más pálida idea sobre las catacumbas de la política argentina, cierto sector de la dirigencia se empeña en meterlo en la grieta. Por lo que denostando la figura del Papa -un hombre amado, respetado y escuchado en todo el mundo- algunos cuatro de copas intentan sumar puntos en las redes sociales y en los medios. Queda muy claro el motivo por el que Francisco no viene: ¿para ser carne de una división? ¿Para ser maltratado? En este caso, podemos estar orgullosos de haberlo logrado: el argentino que alcanzó el más importante sitial en la historia (¿qué supera el hecho de tener un Papa connacional?), preocupado por salvar algún resquicio de unidad que nos queda y no ser motivo de disidencias, prefiere mantenerse lejos. Un triunfo de nuestra propia estupidez.

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Lo que no se cuantifica al analizar la sociedad del odio es el dolor que provoca. El ombliguismo que la caracteriza siempre se lo impedirá. También la capacidad del odiador para adjudicarle la razón de ser de la grieta -y por ende de todos los males- a quien reviste en la vereda del frente. Por eso el odiador no va registrando cómo el odio lo está consumiendo y el dolor que provoca con cada opinión, con cada post, con cada mentira, le vuelve como un bumerán. Hasta que ya es tarde. De allí que el pronóstico para la sociedad del odio sea tan pesimista: está estructurada por gente muy enferma. Entonces, ¿cómo se cura? Difícil, porque la sociedad del odio perdió el respeto por sí misma.

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Tanto rencor, tanto resentimiento deshumanizante, no deja de ser otra cara del miedo. Odio y miedo son mellizos que no se sueltan la mano. Juzgar menos y comprender más, aconsejan los sabios. Esa sí que es una misión compleja, porque la sociedad del odio funciona a partir de sentencias que se emiten a toda hora, en todo lugar. Sentencias condenatorias, claro. Porque de tan quebrados que vivimos el odio se hizo costumbre.

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