El romance de Decimelahora y la costurera

El romance de Decimelahora y la costurera

El romance de Decimelahora y la costurera

Ya nadie lo para a uno para pedir la hora, simplemente todos tienen celular y el riesgo de exponerlo en la calle para tan extraño pedido no es menor. Antes un reloj era un tema y, retengan esto, un regalo perfecto. Se dice que Kant, el padre de la ilustración, era tan metódico y puntilloso que todo el pueblo de Königsberg se sincronizaba con su paso por la plaza principal. También cuentan que un día se quedó leyendo el Emilio, de Rousseau, y no salió en todo el día, lo que produjo un mayúsculo caos.

El reloj pulsera, que no había en la época de Kant, es uno de los inventos que más han cambiado nuestra vida, son el equivalente a las biblias personales traducidas a los idiomas del pueblo. A veces había diferencia de horario entre relojes y uno decía: el mío está  sincronizado con Canal 10. Eventualmente uno llamaba al 113 para zanjar disputas. El punto es que nos es difícil entender el valor que tenía un reloj pulsera.

Esta es la historia de Carlos Santiago, hombre feliz a quien conocí con el apodo de  “Decimelahora”. El celador (demasiado bueno para el cargo) recibía esa consulta burlona cientos de veces al día y él respondía con una sonrisa. Después comprendí la broma y la sonrisa.

Los regalos no son gratuitos. Eso es algo que padecemos todos, especialmente en estos “día D“ (Día del padre, de la madre, del niño). Desde ya que son una selección que se puede discutir. Por dejar de lado otros roles y por presionar en aquellos que no han cumplido la meta social de la maternidad o la paternidad, etc.; en los tiempos estipulados por nuestra cultura, otros suelen recibir indignantes premios consuelo. Si sumamos a esto la comparación de regalos de distintos padres, madres, niños, la situación es más que difícil.

Más allá de los cumpleaños específicos o genéricos, la idea misma de regalo es de larga historia. Nuestra cultura suma gesto y precio. “Te regalaron una camisa de ocho mil mangos, no pongas esa cara”, puede ser un comentario convincente. De hecho existe la institución de “cambio de regalo”, que es la ocasión en la que con toda probabilidad se entere uno de que le han obsequiado una oferta que incluía otras prendas y que no puede ser devuelta.

Marcel Mauss escribió un libro imprescindible acerca del papel del regalo en comunidades primitivas no monetizadas. Su título original es: “Estudio general de las formas y las razones del intercambio en las sociedades arcaicas. Sobre el Don y, en particular, de la obligación de hacer regalos.”

El regalo es una forma de lazo social. Si me permiten, un hilo rojo que no sólo ata al icónico paquete de la sorpresa, sino y principalmente, a los individuos de una comunidad entre sí. El fenómeno es llamado Potlatch en los pueblos arcaicos, que se condice con lo que nosotros llamamos “tirar la casa por la ventana“. Es una fiesta de regalos que demuestra poder y que trata de exorcizar el Hau, una suerte de aliento sagrado que debe circular para no expresar su demonio. El propio Mauss dice: “para comprender completamente la institución del potlatch, falta buscar la explicación de los otros dos momentos que son complementarios de éste; no sólo conlleva la obligación de devolver los regalos recibidos; sino que supone otras dos, más o tan importantes como ésta: la obligación de hacerlos, por un lado, la obligación de recibirlos, por el otro”.

La obligación de dar, de recibir y de hacer. Es decir, un regalo es un bien que pone en circulación un aliento divino que no debe parar ni disminuir. ¿Quién no tiene un pariente que se ha emborrachado y regalado por encima de sus posibilidades? ¿Quién no lo ha leído como una señal de omnipotencia, de jefe de tribu de la Columbia Británica del siglo XVIII?

Sin embargo como todo lazo es ambivalente, ata y también une.

Volvamos a la historia del preceptor apodado Decimelahora y a su sonrisa. El y su esposa eran realmente muy humildes, preceptor y costurera eran oficios de subsistencia. Tenían dos bienes suntuarios. Ella atesoraba un anillo de oro y su sueño era incrustarle una piedra brillante para lucirlo (no tenemos idea hoy lo que eran las joyas para ese entonces). El preceptor había heredado un hermoso reloj que lamentaba siempre no poder usar, porque no tenía una malla que fuera acorde a su prestigio suizo. Para sus bodas de plata acordaron, sin decírselo, hacerse mutuamente un gran regalo. Si ella sacrificaba su anillo para la malla del reloj y él optaba por regalar a su esposa un simbólico pañuelo hubiera sido un fracaso. Si él conseguía el brillante a expensas de su preciado reloj y recibiera un simbólico pañuelo también sería el mismo mal resultado. Dos pañuelos serían una solución modesta. Lo que pasó fue que ella vendió el anillo para comprarle al preceptor la lujosa malla, y él vendió su reloj  para comprarle la piedra a la  costurera. Se hicieron el mejor regalo, un Hau por así decirlo, un lazo que va y viene los une desde entonces y se le notaba en la sonrisa con la que respondía a las gastadas por su apodo. Es justo decirlo, a veces contestaba también con un gorriao de yapa.

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