La libertad en tiempos de servidumbre voluntaria

La libertad en tiempos de servidumbre voluntaria
06 Junio 2022

Walter Gallardo      

Desde Madrid, España

Resulta cada vez más doloroso ver el desgaste y la pérdida de contenido que está sufriendo la palabra “libertad” por su uso trivial y manipulado, como si su sola mención sirviera para bendecir cualquier idea o empresa, incluso las que la impugnan y contradicen. Se apela a ella para simular que todos tienen las mismas oportunidades, fomentar que siempre ganen los mismos, defender privilegios comerciales y corporativos inconcebibles, o insultar en las redes sociales desde el anonimato; para no cumplir restricciones (se ha visto en esta pandemia), falsear información, hacer campañas políticas, publicitarias y de desprestigio, o para faltarle el respeto a quien piensa diferente o profesa otro credo. Ya pasó algo semejante con la palabra “revolución”, sometida a un proceso de deterioro que aún no ha acabado: puede usarse hoy para una prenda de vestir o para un champú que da volumen al cabello, y quizás esporádicamente para señalar su rasgo más notable, el de un cambio radical en la vida de una sociedad. A este ritmo, las dos corren peligro de acabar siendo metáforas.

Sobre todo, llama la atención que la palabra “libertad” esté tan de moda en una época en la que sufrimos un marcado retroceso democrático. De acuerdo con los índices internacionales (Democracy Index, elaborado por The Economist Intelligence Unit), hace 10 años, el 49 por ciento de la población mundial vivía bajo regímenes autoritarios o híbridos; hoy, lo hace casi el 70 por ciento. Del 30 restante, apenas 21 países son considerados “democracias plenas”, según los datos de 2021.

No es de extrañar que esto pase, si se mira alrededor. ¿Qué significado y valor puede tener la libertad en boca de personajes que la devalúan y agravian? Ahí están los Putin, los Maduro, los Orbán o los Bolsonaro para recordarnos que se puede cometer cualquier ultraje en su nombre. Por detrás, y en una larga fila, asoman aquellos que los admiran y quieren parecerse, llamándose de izquierdas o de derechas (un detalle baladí considerando el resultado), hoy en pujante ascenso en países desencantados con los partidos tradicionales y en otros en los que es peligroso defender cualquier derecho. Algunos ejemplos recientes son los de Marine Le Pen, con una propuesta xenófoba y demagoga, acercándose en una elección reñida a la presidencia de un país como Francia y el de Daniel Ortega, en Nicaragua, encarcelando a todos los opositores para luego declararse triunfador de unos comicios donde habría sido ridículo que saliera segundo: sólo participaban él y su esposa, en una misma boleta.

Todos ellos -o especialmente ellos- hablan de libertad como si no encontraran ninguna contradicción al hacerlo. Son los mismos que añoran épocas aciagas, reivindican e idolatran a personajes detestables del pasado y basan su estrategia en la mentira, la trampa y la infamia, instrumentos útiles para generar el relato de una realidad alternativa, esquizofrénica, que no sirve para construir y desarrollar un país, porque eso sería altruismo y poco importa, sino para alcanzar el poder o mantenerse en él a cualquier precio. El escritor y periodista Moisés Naím, en su libro “La revancha de los poderosos”, los identifica con la práctica de una suerte de necrofilia política, la perversidad de haberse enamorado de ideas muertas, ideas que nunca han funcionado y que conducen a la corrupción, la miseria y la desigualdad. Son autócratas, según Naím, que cultivan aquella vieja máxima de “divide y vencerás” y se alimentan, sobre todo, de la discordia. Con ese afán también reescriben la historia, dictaminando a capricho quienes fueron los buenos y los malos, los héroes y los villanos, como si alguien les hubiera concedido un rango moral por encima del resto. Cualquier opinión discordante merece el infierno reservado para los enemigos y la indiferencia cae bajo sospecha.

Este asalto al poder ya no se produce, como en otros tiempos, con los golpes de estado; ahora es un proceso sigiloso en el que se van desmantelando los contrapesos democráticos, los controles institucionales y los medios de comunicación independientes (se aprueban leyes injustas, se nombran jueces amigos y, por tanto, se secuestra el poder judicial, se compran o alquilan diputados y senadores, y se quitan licencias a la prensa que incordia para dárselas a los amigos) Así, el acto de votar cobra poca trascendencia, aunque muchos políticos electos lo utilizan como un salvoconducto para la impunidad (“el pueblo me absuelve”, parecen pensar). Llegado a este punto, es oportuno distinguir entre la legitimidad que da el voto y la legitimidad que se obtiene sólo con el ejercicio decente y justo del poder.

¿Pero cuál es la libertad que se rebela a cualquier concepto abstracto o tendencioso, la que se ve y se toca, y la que promueve con honestidad un orden justo? Quizás haya que volver la vista atrás unos cuantos siglos para encontrar una definición como la de Pericles, que ilumina el camino de los sistemas políticos modernos, incluso el de la vida personal: “No hay felicidad sin libertad ni libertad sin coraje”, dice en la conocida arenga pronunciada en honor de los caídos durante la guerra del Peloponeso y en defensa de la patria y la democracia. O remontarnos sólo a unas cuantas décadas para encontrar una referencia más cercana y reconocible, la misma que años más tarde inspiraría la Declaración Internacional de los Derechos Humanos. Pertenece a Franklin Delano Roosevelt, el único presidente estadounidense en la historia en ser elegido cuatro veces, es decir, no a un soñador ni a un teórico sino a un hombre de acción que supo sacar a su país de una profunda crisis económica y social en menos de una década, doblegar a las fuerzas de la Alianza del Eje (murió a 18 días de que se suicidara Hitler) y hablarles a sus compatriotas sobre asuntos de estado con un lenguaje simple como en una conversación de sobremesa, en mensajes transmitidos regularmente por la radio, llamados “charla junto a la chimenea”. El 6 de enero de 1941, cuando su país estaba a unos cuantos meses de involucrarse en la Segunda Guerra Mundial, enumeraría las cuatro libertades fundamentales para el desarrollo de los pueblos (Four Freedoms) en aquel famoso discurso del Estado de la Unión: La libertad de expresión, la libertad religiosa, la libertad de vivir sin penurias (o dicho de otro modo: la acción de dotar a los ciudadanos de recursos para liberarlo de las necesidades básicas) y la libertad de vivir sin miedo (un deseo legítimo pero algo romántico, basado en la reducción armamentística para evitar los conflictos bélicos)

En ese mismo discurso, Roosevelt, como Pericles, alentaba a ser valientes a la hora de procurar la libertad. Y advertía: “Aquellos que renuncien a la verdadera libertad para comprar un poco de seguridad temporal, no merecen ninguna de las dos, ni la libertad ni la seguridad”.

Pero la libertad no sólo peligra cuando no se la defiende sino también cuando se colabora para perderla. En los regímenes seudodemocráticos o autoritarios un importante sector de la población tiene la idea de que el calor oficial, el apoyo al autócrata puede traer beneficios, y abdica así de sus derechos para vivir con ataduras y sin la verdad, en un mundo de fantasía por decisión propia; termina defendiendo una mentira sólo porque a primera vista parece ponerlo del bando “ganador”, pero que tarde o temprano se aplicará o se volverá en su contra, incluso en contra de aquellos a los que dice defender, familiares y amigos, multiplicando el efecto perverso de su error como en un juego de espejos. Sin duda, esto acaba de una sola manera: lubricando el engranaje que destruye a una nación.

El filósofo Étienne de La Boétie ya hablaba de este tema allá por el siglo XVI en un ensayo de unas pocas páginas rescatado gracias a su amigo Michel de Montaigne. Se trata del “Discurso de la servidumbre voluntaria”, una crítica al absolutismo que va más allá del conocido papel del opresor para ocuparse también del grado de connivencia del individuo con el poder. Viene a decir con claridad que la fuerza bruta y el terror no son suficientes para reducir a una sociedad; hace falta un grado de consentimiento y colaboración de sus miembros para lograrlo. Sostiene que no necesariamente hay que luchar contra los autócratas, sólo hay que dejar de apoyarlos. “Si no se les concede nada, si no se les obedece, sin combatirlos ni golpearlos quedan desnudos y deshechos y no son nada, como cuando la raíz carece ya de savia y la rama queda seca y muerta”. Y concluye con una frase que podría formar parte de una oración en estos tiempos de ciudadanos domesticados: “Decidíos(…) a dejar de servir, y seréis libres”.

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