28 Mayo 2022

Los caminantes del Gran San Miguel de Tucumán viven sometidos a numerosas agresiones y peligros. No sólo deben soportar toda clase de barreras: veredas y rampas rotas; superficies irregulares; malezales; basurales; árboles a punto de desplomarse; líquidos cloacales; ausencia de sombra acorde con las temperaturas subtropicales y, cuando llueve, aceras inundadas. También afrontan los riesgos procedentes de un tránsito desbordado y transgresor, y de una inseguridad rampante para la cual parece no haber límites. Este panorama desolador hace que caminar, la actividad humana y ecológica por excelencia, sea una suerte de calvario, y torna a los peatones en una especie de superhéroes y de superheroínas urbanos.

En ese paisaje de degradación, los peatones son víctimas silenciosas en las que casi nadie repara, quizá por su debilidad extrema frente a los otros protagonistas del tránsito: ómnibus, camiones, autos, motos y bicicletas. Cada uno de aquellos actores presiona por avanzar y por ganar espacio, y en el medio quedan en la máxima debilidad las figuras que ponen el cuerpo a esta competencia desenfrenada de máquinas y ruidos. La falta de conciencia sobre la vulnerabilidad de los caminantes ha llegado al punto de que cruzar algunas calles sea sinónimo de un acto de arrojo.

La ley de la selva que rige en el campo de la circulación vial del Gran San Miguel de Tucumán obliga a los peatones a especializarse en el oficio de la supervivencia. En las esquinas donde no hay semáforos los caminantes dependen para pasar de dos valores que escasean: la buena voluntad y la educación de los conductores. Pero algo todavía peor aguarda en las ochavas semaforizadas. Ocurre que la luz roja hace tiempo que dejó de funcionar como señal de detención compulsiva y ya no se puede confiar en ella para atravesar una calle. Muchas bromas se han hecho sobre esta infracción elemental, pero sus resultados son serios y alarmantes. Un efecto del caos es la desobediencia generalizada a los pasos peatonales, que desemboca en caminantes que se lanzan a la calle por cualquier parte.

Basta con observar cualquier bocacalle durante una hora agitada del día para que aparezca en su esplendor este estado de salvajismo. Muchas veces se asoma un peatón y los conductores pisan el acelerador, como si estuviesen en un torneo que da puntos por lastimar y matar. Estas amenazas afectan aún más a quienes circulan con niños y bebés en coche, y a quienes padecen dificultades de movimiento y, por ejemplo, usan bastones, andadores y sillas de ruedas. La situación empeora por la noche, cuando los vehículos andan todavía más rápido y sus responsables se sienten liberados de cualquier clase de control. Y ni qué decir del impacto de los celulares, del alcohol y de las drogas en este contexto tan violento.

Las estadísticas de accidentes viales alertan desde hace muchísimo tiempo acerca de la necesidad de fortalecer la figura del peatón, personaje reivindicado en las sociedades desarrolladas por los beneficios que acarrea para su salud y la del ambiente en el que interactúa. Para que más tucumanos se animen a caminar hace falta una política de incentivos que ha de empezar por castigar a los agresores. Abundan las normas que priorizan al peatón, como la Ley 24.449, pero falta la decisión de aplicarlas a rajatabla. Esta situación erosiva del bien común interpela y compromete a las autoridades municipales del Gran San Miguel de Tucumán, y reclama una reunión para aunar criterios, esfuerzos y recursos. Cuando ello suceda, terminará el Vía Crucis y la caminata recuperará su condición de paseo saludable y placentero.

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