Derecho a la belleza

Derecho a la belleza

Por Solana Colombres para LA GACETA.

UNA REPRESENTACIÓN DEL RENACIMIENTO.“El nacimiento de Venus”, del florentino Sandro Boticelli. UNA REPRESENTACIÓN DEL RENACIMIENTO.“El nacimiento de Venus”, del florentino Sandro Boticelli.
08 Mayo 2022

El título mismo encierra una contradicción lógica. Desde la Revolución Francesa, momento en que los derechos del Hombre y el Ciudadano fueron enunciados por primera vez, el inventario de lo que se consideran “derechos” se ha multiplicado hasta llegar a lo que hoy se denominan derechos “de tercera generación”. Aun así, en medio de esta actual profusión heteróclita, la belleza no figura en la lista. De hecho, el concepto de belleza ha sido tan zamarreado en estos tiempos que ni al más reactivo de los reactivos se le ocurriría marchar por su necesidad. Sonaría algo así como una manifestación de “rubios y rubias tarados, bronceados y aburridos” evocando un cliché enarbolado por Papo.

Sin embargo para Platón la belleza era cosa seria. El griego pensaba que el concepto superaba las formas y estaba ligado al bien y a la verdad y esta famosa triada engendraba la felicidad. Algo así como: si se ve lindo, es que es bueno y es verdadero. ¿Por qué, no digan que cuando ven un amanecer en su esplendor, no sienten allí un chispazo de bien y de verdad envueltas en una capa violácea de belleza?

Según textos cristianos, la belleza es una prueba de la existencia de Dios. En este marco la aspiración a la belleza, de los actos, de las palabras, los pensamientos y las formas tal vez sea una forma de darle al creador acogida en nuestra alma.

Y aquí voy finalmente al punto. ¿Por qué en Tucumán nos acostumbramos a lo malo, lo falso y lo feo? Hace unas semanas una encumbrada senadora nacional dio un discurso en la Cámara Alta dando cuenta, más allá del contenido, de su pasión por la fealdad. Me refiero por fealdad a la ausencia de búsqueda de lo perfecto. Ipso facto, sus palabras mal pronunciadas, que leía sin entender en apariencia, se convirtieron, por obra y gracia de las redes, en el hazmerreír del país. Con ellas Tucumán se puso otra vez en el ojo de la tormenta por los monstruos foucaltianos que sabemos engendrar. Tal papelón mediático es solo una muestra de un sinfín de expresiones de este singular culto que nos habita hace un tiempo. Fealdad que se cristaliza en lo pequeño como en lo grande: en la ciudad de baches y cables colgantes, en la anomia de la conducta ciudadana, en el desorden del tránsito, en la corrupción rampante de nuestros gobernantes, en el corporativismo de los malos. En fin, en la palabra no cuidada, no acicalada, no meditada.

Y no es que no ame con inevitable amor a mi ciudad. ¿Cómo no amarla con sus lapachos, sus azhares y sus cerros? El inventario de los olores infantiles me hace quererla irremediablemente. Quererla a pesar mío y como la patria es la infancia, Tucumán es esta Patria dulce que a veces me duele tanto pero que tantas felicidades me ha dado.

Y en este paraíso imaginario o real, construido a base de añoranzas y realidades, me alzo contra la resignación a la que nos han sumido: la de la fealdad merecida. Porque el ciudadano de a pie parece transitar sus calles naturalizando la vereda rota, mirando distraído las rutilantes y horrendas marquesinas, asimilando el papel en la calle y abrazando con convicción la pasmosa anarquía nuestra de cada día. Para bellezas tenemos las naturales parecemos decir, las otras… bue...no las merecemos. Merecemos lo feo, lo desordenado, lo malo. ¿Lo merecemos verdaderamente?

Así es como llevada por una cierta inclinación al vagabundeo melancólico de lunes por la mañana, llego al centro de la Plaza de la Independencia donde sucede el pequeño milagro: percibo una flor rebelde en medio de los yuyos largos de la desesperanza. Esa flor, portadora de mensajes contradictorios, me saluda desde su pedestal: La libertad de Lola Mora, una mujer expidiendo el perfume perturbador de la belleza en formas tan volátiles y tan exquisitas como una túnica al viento y cadenas que se rompen. Todo mi ser se sacude ante la presencia inconfundible de la armonía y me digo, la belleza es un derecho y si nosotros los tucumanos ofrendamos la libertad a la Patria naciente, y supimos plasmarlas en esta estatua, debemos ser capaces ahora de amigarnos con el Bien, la Verdad y la Belleza, un derecho inalienable, una fuente eterna de felicidad.

Ya lo dijo Dostoievsky: “La belleza salvará al mundo”.

© LA GACETA

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios