

El sibaritismo se ha extendido por nuestra provincia. No en la acepción del término que hace Enrique Romero, según la cual los agentes de tránsito tienen siempre razón, sino en la más común lectura de que un sibarita es alguien que lleva una vida de gustos refinados y caros. Dadas las condiciones económicas, es generalmente hemipléjico, al reducirse a solo alguna práctica, ya sea el vino, la cerveza, el cigarro o la alta cocina. También vamos a decirlo, es bastante más moderado. Nuestros excesos lujosos son frugales y austeros si los comparamos con los de otras metrópolis, y ni hablar si hace el contraste con los habitantes de Siabaris.
Efectivamente, el adjetivo “sibarita” refiere originalmente a los habitantes de una muy próspera colonia griega del siglo VIII a. de C. Pueblo pionero, los sibaritas inventaron la tintura púrpura y ostentan la primera patente culinaria (si alguien inventaba un plato, solo él podía prepararlo por el término de un año, cuando se le vencía el copyright). También, casi obvio, inventaron el mingitorio –que después desvirtuaría Duchamp– para que sus comilonas fueran más ágiles, sin tantos desplazamientos. Es curioso, pero a posteriori uno puede relacionar su caída con ese afán de que la vida sea un circo. Los crotonienses, durante mucho tiempo aliados de los sibaritas, les derrotaron explotando esa debilidad que tenían de hacer de todo un espectáculo para el deleite. Quizás allí sí hay un antecedente para el tránsito tucumano.
El vínculo más directo entre el lujo y la corrupción es evidente en la anécdota de Ateneo sobre la derrota de los sibaritas: para divertirse, los jinetes sibaritas entrenaron a sus caballos para que bailaran al son de la música de flauta. Cuando el ejército de Krotoniate hizo que sus flautistas hicieran música, los caballos de los sibaritas corrieron hacia los krotoniates junto con sus jinetes, incapaces de detenerlos. El sibaritismo es, entonces, indeseable.
Pero también quisiera llamar la atención sobre otra corriente de pensamiento culinario, el conservador evolutivo. Se trata de aplicar la ley de Lavoisier a la cocina: aquello de nada se pierde, todo se transforma, y para la cual no hay restos de comida, sino parte de comida. Este credo es el responsable de todo el ciclo que va, por caso, del bife hasta el picadillo, pasando por la ternera, la albóndiga, y la salsa bolognesa. El estado final suele terminar frizado como base de guiso, el cero kelvin de los alimentos.
El sibaritismo presume de su plato y su procedencia hasta límites insoportables. El conservador suele guardar silencio sobre sus creencias. Pueden ocurrir choques fatales, como aquel sibarita que elogió el budín de pan de sus anfitriones, que le confesaron el secreto: sopar el pan con la leche que va dejando la bebé en la mamadera.