El Estado -ausente- soy yo

El Estado -ausente- soy yo

Durante las últimas décadas se habló mucho en Argentina de la “ausencia del Estado” como contraposición a la propaganda oficial que martilla con un “Estado presente”.

La anarquía, como toda carencia de certezas, genera ataques de pánico, inestabilidad emocional y picos de ansiedad. Y finalmente, violencia. Porque el hombre es naturalmente violento en el ejercicio del poder y sus demandas, como cualquier animal.

Comer, resguardarse del clima y de otros depredadores, alimentar a las crías y reproducirse son, básicamente, los objetivos instintivos de todos los seres vivos.

Los humanos hemos complejizado estas metas vitales con el lenguaje y la racionalidad, pero en definitiva y por más altruistas, elevados, cultos o sofisticados que sean nuestros intereses y simbologías culturales, todos confluyen en un lugar común: supervivencia.

El bienestar y el placer son complementarios y secundarios al principio esencial, aunque en el libre albedrío de nuestra mente a veces se distorsionan los impulsos naturales y terminamos entregando la vida por bienes materiales o bienes culturales.

Morir por un celular o por un equipo de fútbol forman parte de esta paleta de “normalidades” que germinan en el seno de las alteraciones cerebrales.

En el 99,9% de su existencia el ser humano convivió sin Estados. Los primeros surgieron hace unos 5.500 años, de la mano del crecimiento de las ciudades, las polis, un conjunto de organizaciones políticas conformadas por instituciones burocráticas estables.

Si bien la figura del Estado es relativamente nueva, no lo es la política, que existió siempre entre los hombres, como forma en que se relaciona el poder entre los individuos, la distribución de recursos o el estatus del grupo, la tribu o la sociedad.

El vocablo Estado proviene del latín status, y este a su vez del verbo stare (estar parado).

Luego pasó a figurarse como algo parado, detenido, como en statu quo.

Para los contemporáneos nos surgen dos interpretaciones: estar de pie o estar estancado. Los comunistas se inclinarían por una, los capitalistas por la otra.

En el medio, los que pregonan “todo el mercado posible, todo el Estado necesario”.

Nuevas jerarquías

“El monopolio de la violencia” es quizás la definición más usada para definir al Estado. El concepto fue enunciado en 1919 por el sociólogo alemán Max Weber, uno de los fundadores del estudio moderno de la sociología y la administración pública.

La explicación ampliada de Weber, enunciada un año antes de su muerte, expresaba: “El Estado es una asociación de dominación con carácter institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un territorio el monopolio de la violencia legítima como medio de dominación y que, con este fin, ha reunido todos los medios materiales en manos de sus dirigentes y ha expropiado a todos los seres humanos que antes disponían de ellos por derecho propio, sustituyéndolos con sus propias jerarquías supremas”.

Otro alemán, George Hegel, consideraba que el Estado era “la conciencia del pueblo”.

Continuando con la línea germana, Karl Marx había afirmado: “El Estado no es el reino de la razón, sino de la fuerza; no es el reino del bien común, sino del interés parcial; no tiene como fin el bienestar de todos, sino de los que detentan el poder…”

El concepto actual que rige en la mayoría de los países es bastante sencillo: es un contrato social por el cual se le delega al Estado las funciones de educar, defender y proveer la infraestructura para que los ciudadanos puedan producir y progresar. Como contraprestación, la sociedad financia al Estado.

En Argentina ese contrato social se ha roto. El Estado se ha convertido en una masa poliforme y macrocefálica asfixiada por la burocracia, el nepotismo, la corrupción y la incapacidad.

El Estado argentino educa poco y mal, no defiende, y en vez de proveer la infraestructura y las herramientas para producir, es una pesada maquinaria de impedir, frenar, prohibir y desalentar.

El exceso de regulación termina siempre produciendo el efecto contrario: incumplimiento por saturación o por imposibilidad, anarquía, desamparo y abandono. Veinte millones de pobres lo confirman.

“Uno de los grandes logros del progresismo argentino fue haberse vuelto un aparato que gestiona el Estado sólo para proteger sus dogmas”, escribió el periodista y escritor Nicolás Lucca, en su blog “Relato del Presente”.

Y agregó: “En el caso de la Argentina, podríamos llegar a encontrar un principio en Platón y su concepto de Justicia como “un pacto entre egoístas racionales”.

Lucca luego analiza que como todo orden dogmático se torna eclesiástico y se infesta de contradicciones. Es decir, sólo puede sostenerse a través de la fe. Así, si por ejemplo surge un corrupto en las filas, la orden es encubrirlo y mirar para otro lado.

Este mandamiento de cumplimiento ciego se llama “lealtad” y hasta tiene su día de celebración.

La ausencia total

Esta semana asistimos a un fallo judicial que despabiló la modorra de las inoperantes instituciones republicanas tucumanas. En realidad, las zamarreó para que al menos por un rato funcionen como poderes independientes.

Valeria Judith Brand, jueza subrogante del Juzgado de Familia de la IVª nominación, dictó una sentencia por la que le ordena a distintas instituciones del Poder Ejecutivo restituir y garantizar sus derechos a una familia migrante que se encontraba en condiciones de excesiva vulnerabilidad.

A partir de una denuncia por violencia intrafamiliar, la Justicia tomó conocimiento de la situación de indigencia extrema en que vivía esta familia boliviana.

No conforme con la documentación y las fotografías, la jueza decidió ir personalmente a constatar las condiciones de esa familia.

“Durante el transcurso de la audiencia pude conocer la casilla en la que vive la familia, el baño común que comparte con los demás inquilinos del predio, como así también las necesidades que padecen, a partir del propio relato... Todo ello me impactó, dado que ningún informe recibido en el expediente pudo describir la crudeza de las necesidades de la familia. Vi, con mis propios ojos, que el Estado no llegó a este hogar que se encuentra perdido al final de un camino de tierra, entre la maleza”, resumió Brand.

Por ello le ordenó al Gobierno provincial que adopte las medidas necesarias para restablecer el goce de los derechos y garantías que la Constitución Nacional y los tratados y convenciones internacionales le reconocen. Dispuso que se edifique una casilla equipada con mobiliario y electrodomésticos y un baño de material con sanitarios y tendido cloacal; que se los incorpore al programa de la garrafa social; y que se les entregue módulos alimentarios semanales y vestimenta.

Si no hubiera mediado una denuncia por violencia Brand nunca se hubiese enterado de este infierno en vida.

Cuando LA GACETA publicó este fallo inédito el miércoles pasado, en el foro de la nota en internet surgieron algunos comentarios xenófobos, por suerte los menos, que invitaban a esta familia boliviana a volver a su país, por decirlo de forma educada.

Nuestra Constitución Nacional, ya desde su Preámbulo les abre las puertas a todas las personas del mundo que quieran habitar suelo argentino. De hecho, algunos de estos foristas seguramente son hijos o nietos de inmigrantes.

Por otra parte, ¿no estamos haciendo lo mismo los argentinos desde hace 40 años? Nos exiliamos de a miles, por razones políticas o económicas, a otros países para vivir mejor.

La doble vara moral de algunos argentinos es preocupante. Enarbolamos la Constitución sólo cuando coincide con nuestras ideas o prejuicios.

El contradictorio dogma

¿Cuántas familias más habrá en Tucumán en iguales o similares condiciones que la que asistió la jueza Brand?

Conocemos los fríos números de pobreza e indigencia y por ello el sentido común nos indica que deben ser miles. Familias abandonadas por un Estado ausente que no nos cuida, o peor aún, que sólo cuida a un grupo de privilegiados.

Dirigentes que viven en primera clase mientras la mitad de la gente come salteado.

Las contradicciones de los dogmáticos, conservadores de un statu quo donde sólo unos pocos la pasan bien. “Cuando la izquierda se convierte en conservadora, la lógica dicta que lo opuesto es revolucionario”, afirma Lucca.

En 2010, a raíz de la crisis económica que afectaba a Inglaterra, el ministro de Finanzas, George Osborne, del gobierno de David Cameron, ordenó drásticos recortes en el gasto público, sobre todo en el gasto político.

Como resultado de esas medidas, desde hace 12 años los funcionarios ingleses tienen prohibido viajar en primera clase, alojarse en hoteles de lujo, utilizar autos oficiales con chofer y están obligados a usar el transporte público.

Esta regla ética y moral rige en muchos países europeos, donde es común ver a ministros y a secretarios en el tren, en el subte o en el colectivo.

Demás está decir que son países donde la indigencia es casi igual a cero.

Hace un tiempo contamos que una vez, durante un congreso en Gotemburgo de la Asociación Mundial de Periódicos (WAN, por sus siglas en inglés) vimos personalmente al rey de Suecia, Carlos XVI Gustavo, llegar en un taxi al encuentro.

El rey había volado desde Estocolmo, solo, y en el aeropuerto de Gotemburgo había tomado un taxi para ir directamente al congreso.

¿Se imaginan a nuestros dirigentes, nacionales y provinciales, subidos a un colectivo?

La semana pasada vimos por TV cómo el presidente, Alberto Fernández, utilizaba el helicóptero oficial para trasladarse 30 cuadras. Un viaje que cuesta miles de dólares y que seguramente se repite casi todos los días.

Aviones privados, hoteles cinco estrellas, autos tope de gama con choferes, viajes y vacaciones costosísimas, comidas opulentas…

Ese es el Estado ausente que sólo cuida sus privilegios y abandona a los que se mueren de hambre.

“Se volvieron conservadores, defensores del statu quo de un grupo de personas que ante la ley no son iguales a nosotros: son mejores. Vivimos bajo un régimen conservador disfrazado de progresismo: clasismo, privilegios de un mundo al que sólo acceden unos pocos y que el resto la ve desde afuera. Y todo aquel que opine en contra es un odiador en potencia”, escribió Lucca.

Y sí, se creen mejores y aún más, creen que el Estado son ellos, que es de ellos, como pensaba Luis XIV, el Rey Sol.

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