Cartas de lectores I: Lo apolíneo y lo dionisíaco

06 Abril 2022

Se suele afirmar de la política que es el arte de lo posible. Si la política es un arte, podríamos recurrir a la ayuda del pensamiento de Friedrich Nietzsche y su distinción de lo apolíneo y lo dionisíaco en “El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música”, para interpretarla. Si lo apolíneo representa la racionalidad, las formas, lo elevado, la luz, el freno a las pasiones, no caben dudas de que hay principios que el dios Apolo firmaría, como el ser honesto en la administración de lo público, la austeridad republicana del que sabe que lo que gasta no es suyo, el equilibrio y la rendición de las cuentas a los administrados, la temporalidad como un límite a las tentaciones del poder, etcétera. El dios Dionisio como representación de lo terrenal, de la materia, de las pasiones y el éxtasis, de la embriaguez de nuestra naturaleza imperfecta, aparecería entronizado en las divisiones geográficas y la xenofobia, o en los sueños de la integración regional, en la exaltación de sentimientos de nacionalidad o de universalidad según las preferencias ideológicas, y claramente en la sensualidad de recurrir al “panem et circenses” para deleitar los sentidos del pueblo con juegos y comida, como una forma de alejarlo del pensamiento político más elevado. La tan conocida “grieta” podría alimentase y agrandarse tomando elementos de uno u otro de estos conceptos dicotómicos, pero creo que el gran desafío de las nuevas generaciones de mandatarios, administradores o gobernantes, como se quieran llamar, es recuperar la perfección de lo mejor de lo Apolíneo y de lo Dionisíaco. La política debe abandonar la rigidez intelectual de los teóricos e ilustrados, pero tampoco debe ser la bacanal propia de un parque de diversiones, ni el Congreso transformarse en el patio de recreo de un jardín de infantes. Los intelectuales y su bella naturaleza apolínea tienen mucho que pensar, planificar, proyectar y decir desde las aulas, los púlpitos y cualquier otro medio de reproducción cultural que sea comprendido por las mayorías. A la vez, aquellos que gustan de “la praxis” deberían iluminar su intuición y espontaneidad con aquella luz y hacer que sea el marco de la acción de los que no desfallecen, militando desde la pasión y la fe, para tratar de construir un mundo mejor. Así la política entendida como arte podría ser un verdadero instrumento de transformación del hombre en sí mismo y del hábitat en donde desarrolla sus objetivos comunitarios. Solo así podría convertirse en aquella anhelada herramienta social, capaz de convertir en realidad lo probable, hacer probable lo posible y posible lo imposible. Y en ese imposible no estaría mal pensar en la concreción de sueños individuales al amparo de la aspiración colectiva de que el sol siga saliendo para todos.

Miguel Ángel Reguera

miguelreguera@yahoo.com.ar


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