¿Para qué siguen juntos?

¿Para qué siguen juntos?

“Y la ciudad, ahora, es como un plano de mis humillaciones y fracasos”.

(Del poema “Buenos Aires”, de Jorge Luis Borges, en el libro “El otro, el mismo” -1964-)

Alberto Fernández fue jefe de Gabinete de Néstor Kirchner (2003-2007) y fue ratificado en el cargo por Cristina Fernández de Kirchner. Pero renunció en 2008. Cuando ella llevaba apenas un año como jefa de Estado. El motivo: la crisis con los sectores productivos de la Argentina (“el campo”) detonado por la decisión del Gobierno nacional de incrementar las retenciones a la exportación de granos. Se convirtió en un crítico inmisericorde de la entonces Presidenta. Abundan los cuestionamientos. Uno en particular sirve como toda una economía de ejemplos:

“El peronismo tiene un debate previo: qué quiere representar y a quiénes quiere representar. Porque el peronismo a lo largo de la democracia fue todo. Y eso no vale. Fue conservador con Luder, neoliberal con Menem, conservador popular con Duhalde, progresista con Kirchner y solo fue patético con Cristina. Fue patético, fue el partido de la obediencia, fue el partido que le dijo sí al poder, fue el partido que votó la democratización de la justicia, el partido que votó la estatización de Ciccone, el partido que votó el pacto con Irán”, disparó en 2015.

Sergio Massa, otro jefe de Gabinete de Cristina (reemplazó a Alberto en julio de 2008 hasta julio de 2009, cuando asumió la intendencia de Tigre), también castigaba impiadosamente, en 2015, al gobierno saliente. “Conmigo se termina la era K, por más violencia y chequera que quieran usar. Hoy FPV significa Fraude, Prepotencia y Violencia”, posteó en Twitter.

Cuatro años después se volvieron a reunir. Después de acribillarse mutuamente con saña (Aníbal Fernández, siendo también jefe de Gabinete de Cristina, afirmó también en 2015: “Massa no puede aspirar a gobernar una sociedad de fomento”), la pregunta de mediados de 2019 era: ¿para qué se juntan si en nada están de acuerdo? La respuesta llegó, contundente, a finales de ese año: para ganar las elecciones y recuperar el poder.

El triunfo permite esas claridades: él éxito consiste en tornar sencillo lo que es complejo.

¿Y ahora?

Ahora es distinto. El año pasado perdieron dos elecciones: las PASO y las generales. La inflación galopa con proyecciones de taquicardia. Es consecuencia de la emisión descontrolada y de su hermano, el déficit crónico. Ellos son hijos del gasto público demencial. Y su madrina es la falta de inversiones gestada por la hipertensión que generan la presión fiscal y la infartante inseguridad jurídica. Y el Gobierno sólo atina a lanzar programas de control de precios...

Precisamente, la falta de rumbo económico (van más de dos años y no hay plan) es el síntoma de un gobierno donde cunde la desorientación. Cristina se reúne con referentes de organismos de derechos humanos para decir que ella nada tiene que ver con el Gobierno del mandatario al ella misma seleccionó y anunció por YouTube. La presunta “intelectualidad” oficialista se divide entre los que firman pronunciamientos a favor de Alberto Fernández; los cercanos a Cristina Fernández que refrendan documentos cuestionando al Gobierno; y los que firman los dos documentos. Ellos están con Fernández a muerte. En breve, aparentemente, van a aclarar con cuál de los dos. Sergio Massa apela a los gestos y pone su mejor cara de que no se entera de lo que pasa. Y el jefe de Estado viaja a Corrientes a pedir “un aplauso para Cristina”. A la vez que dispone, por decreto, incrementar las retenciones al campo, que tanto deploraba en 2008.

Para mayor discordia, aquello que es vital para uno es despreciable para otro. El acuerdo con el FMI es considerado, por el mandatario y la oposición, esencial para la gobernabilidad y la estabilidad. Ayer, en contraste, Máximo Kirchner, que se ocupó personalmente de votar contra ese entendimiento, planteó que había que elegir entre “los estudios de televisión o la calle”.

Curiosa es la suerte de la verdad en este país: firmar un acuerdo público con el FMI para pagar una deuda del Estado con ese organismo, para los “K”, es traición a la patria. Firmar un pacto secreto con Irán, que le adeuda a la Argentina la verdad del atentado contra nuestro país mediante la voladura de la AMIA y la masacre de 85 compatriotas, no lo es.

La pregunta para el oficialismo que atrasa es muy similar a la de hace siete años: ¿para que siguen juntos si en nada se ponen de acuerdo? Porque el kirchnerismo sigue aferrado a la Anses, a Aerolíneas Argentinas, al PAMI y cuanta caja estatal encuentra. Alberto repetido que ya hubo demasiado tiempo para marcar diferencias y que esta es la hora de la unidad. Fue lo que dijo el viernes pasado en Tucumán, durante el acto en la plaza Independencia en que Aníbal Fernández y Sergio Massa compartían, sonrientes y fraternos, el palco oficial.

Contestar el interrogante no es tan líneal como la de 2019. Porque el éxito simplifica. Pero fracasar, por el contrario, lo complica todo.

El equilibrio original

La respuesta, sin embargo, encuentra sus elementos en la coyuntura más candente. Se manifiesta, concretamente, en el proyecto que el kirchnerismo ha presentado en el Senado para manosear, por tercera vez consecutiva, el Consejo de la Magistratura.

Ese órgano encargado de seleccionar, sancionar y remover a los magistrados nació con la reforma constitucional de 1994, de la que Cristina fue una de las protagonistas: ella era convencional. Como tal, convalidó el artículo 114 de la Carta Magna: “El Consejo será integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal. Será integrado, asimismo, por otras personas del ámbito académico y científico, en el número y la forma que indique la ley”.

Justamente, en 1997 la Ley 24.937 reguló su funcionamiento. Y otra vez la participación de Cristina fue directa. Ese año estuvo en las dos Cámaras del Congreso: renunció a la Cámara Alta y asumió en la Cámara Baja. Después de algunas modificaciones, el organismo comenzó a funcionar en 1998. Para cumplir con la manda constitucional, se organizó con 20 miembros:

• El presidente de la Corte Suprema

• 4 jueces

• 4 abogados

• 2 diputados de la mayoría

• 2 diputados de la minoría

• 2 senadores de la mayoría

• 2 senadores de la minoría

• 2 académicos

• 1 representante del Poder Ejecutivo

Era demasiado para bueno para durar.

El desequilibrio tan querido

Así que en 2006, durante la Presidencia de Néstor, se concretó una reforma que tuvo otra vez a Cristina como artífice. Ella sostuvo que con 20 miembros el funcionamiento del Consejo de era lento y burocrático, así que lo redujo a 13. Y en esa jibarización de la institución, se estableció la primacía del estamento político:

• 3 jueces

• 2 abogados

• 2 diputados de la mayoría

• 1 diputado de la minoría

• 2 senadores de la mayoría

• 1 senador de la minoría

• 1 académico

• 1 representante del Poder Ejecutivo

Es decir, siete de los 13 miembros (la mitad más uno) eran políticos. Cinco de esos siete miembros políticos eran del oficialismo.

Los juzgados se inundaron de planteos contra esa modificación. Los tribunales inferiores fallaron contra ese cambio. Entonces, el kirchnerismo ensayó la reforma de la reforma. En su paradigma de juridicidad, las leyes no están para ser cumplidas, sino para ser modificadas.

Entonces votaron una norma por la cual se pasaba de 13 a 19 miembros. Es decir, ya no era burocrático ni lento contar con una veintena de consejeros. El relato para maquillar el absurdo fue “la democratización de la Justicia”: a los consejeros se los iba a elegir en las urnas, por listas de candidatos, y a través de los partidos políticos.

Al menos eran coherentes con la cultura “K” de las reformas constitucionales. Primero arruinan lo que funciona, después dan marcha atrás, y al final empeoran las cosas aún más.

Por un manoseo más

La reforma de la reforma fracasó: la Justicia, mediante el fallo “Rizzo” la fulminó de inconstitucionalidad: el Consejo de la Magistratura debe tener el equilibrio que ordena la Constitución, sentenció. Se mantuvo, entonces, el “achique” de 2006. Ese a través del cual el kirchnerismo ha sostenido que para tener más democracia hay que tener menos república… Hasta que en diciembre pasado la Corte también lo liquidó y dio plazo hasta el 15 de abril (120 días) para que el Congreso dicte otra ley.

El futuro del Consejo de la Magistratura volvió a la escena institucional esta semana. En el Senado comenzó el tratamiento de una norma impostergable, porque si en 20 días no hay una norma que lo reorganice, el Consejo quedará inhabilitado para dictar resoluciones y se vería obligado a retomar la integración que tenía hasta 2006.

Precisamente, la oposición unificó las diferentes propuestas en un solo proyecto: volver a la composición original de 20 miembros. El kirchnerismo, en cambio, propone un parche: agregar a la inconstitucional composición de 13 consejeros dos abogados, un juez y un académico.

Esta será la primera prueba de fuego del oficialismo después de la fractura por el acuerdo con el FMI. A la vez, será revelador para la sociedad saber si, justo en esta materia, no tienen las mismas diferencias que para otras cuestiones que vociferan desde las tribunas.

Ciertamente, la obsesión con la entidad que selecciona los jueces, los supervisa y los destituye sólo es directamente proporcional con la situación judicial de la vicepresidenta: desde que preside el Senado logró sepultar tres causas. Pero asumió con 10 en contra.

Allí parece alojarse el porqué de la continuidad de una sociedad política en la que sus miembros tienen diferencias irreductibles. Ya pasó medio mandato y continúan juntos como si uno aguardase que el otro cumpliera una misión primigenia. Como “la tarde cenicienta” que según Borges “espera el fruto que le debe la mañana”.

En Buenos Aires (el del poema y el de la sede del Gobierno nacional), “no nos une el amor, sino el espanto”. El espanto judicial, por supuesto. Será por eso que se quieren tanto...

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