Cómo nos contagiamos 17 miembros de mi familia

Cómo nos contagiamos 17 miembros de mi familia

Todo se descontroló entre Navidad y Año Nuevo. Hubo episodios de crisis colectiva superados por el pánico que generó el temblor. El pedido de permanecer quietos como estatuas funcionó y el brote se convirtió -por suerte- en una anécdota para la historia familiar.

15 Enero 2022

Por Ana Sant, licenciada en Filosofía

Navidad
En Navidad tuvimos un primer aviso de la sabia naturaleza respecto de lo perniciosa que resultó ser nuestra institución familiar. El 25 al mediodía uno a uno fueron apareciendo en el grupo de WhatsApp mensajes que daban cuenta de la intoxicación generalizada: cólicos, vómitos y demás cuestiones escatológicas que no conviene escribir aquí por razones de decoro, pero que bien se pueden imaginar.
La anfitriona de Nochebuena (mi madre), como buena amante de las novelas policiales (y por sentirse culpable por haber incursionado en un invento culinario explosivo en el que mezcló anchoas, legumbres varias y pasta de maní), se abocó en cuerpo (nunca mejor dicho) y alma a intentar escudriñar qué de todo lo ingerido era lo que nos había perjudicado de esa manera. Mientras tanto, mi prima, la científica, controlaba el “diseño experimental” de la investigación. Así, se armaron listados de comidas, bebidas y personas; fuimos bromatólogos por un día; se abrieron varias hipótesis y líneas de pesquisa, pero todas se hicieron aguas y se fueron -como los protagonistas- por el inodoro…
Tan sólo fuimos desgraciados ese día, mi madre fue galardonada con el apodo de Yiya Murano y perdimos un par de kilitos que nos dejaron livianos para las demás comilonas de fin de año, por lo que  -¡vaya paradoja!- “todo fue ganancia”, como escribió un miembro de la familia.
Así, frescos como lechugas, llegamos a la Nochevieja.

Año Nuevo y sus corolarios
Al llegar la noche del 31, la ola de contagios por la covid-19 ya estaba transformándose en un principio de tsunami. Por eso y con el antecedente navideño demasiado presente, la familia hubo de amurallarse contra todo germen, virus y bacteria con múltiples protocolos sanitarios. Así, cada copa tenía enlazada una pieza única de bijouterie para que nadie se confundiera; la mesa estaba dispuesta al aire libre; los espacios entre las sillas correctamente separados; hubo quien llevó sus propios sanguchitos -para evitar las desgracias ya descritas-; un adolescente fue aislado por precaución por haber participado de una sospechosa fiesta previa y otra apareció con un PCR con resultado negativo realizado el día anterior por haber manifestado “un leve cuadro de faringitis”.
Listo, nada malo nos podía pasar, éramos las personas más sanas y con menos probabilidad de contagiarnos del mundo entero, incluso teníamos el tupé de hablar de la irresponsabilidad de los que se contagiaban, como si fueran casos lejanísimos.
Empezó el 2022 e inmediatamente apareció la amnesia sanitaria colectiva: besos, abrazos, acercamiento de sillas y niños de brazo en brazo. Esas prácticas de bioterrorismo se intensificaron un par de días después en el cumpleaños de mi madre. Se sumaron a los festejos otros miembros de la familia (había que ser lo más democráticos y transversales posibles). Para nosotros, la covid había quedado colgada en el año 2021 como los dijes de elefantitos de las copas…  y así nos fue.

3/1
Me puse la tercera dosis de la vacuna, por eso cuando empecé a sentirme extraña esa misma noche, no le di ninguna trascendencia. Me agarró una súbita carraspera a la que inmediatamente atribuí al hecho de haberme atragantado con una frambuesa helada bañada en chocolate. Tuve una leve sospecha de que podía ser la covid porque la sensación en las lumbares y en las piernas era exactamente la misma con la que había inaugurado mi enfermedad allá por abril del 2021. “Otro año, otra era, dejaré mi hipocondría esta vez”, me dije y seguí caminando no sin esfuerzo.

4/1
Una de las integrantes de la familia, que había participado activamente de ambos festejos, puso en conocimiento del resto su resultado positivo para covid y sus síntomas: fiebre y tos. Mi carraspera de frambuesa con chocolate paso a ser “tosecilla” de aire acondicionado. Empezaron las especulaciones en el grupo; los enojos por tener que “comernos el garrón” de aislarnos en vacaciones (fui la primera en manifestarse harta de la situación, cuando aún no llevaba ni medio día de aislamiento, a mis 35 años hube de ser acallada por una adolescente de 17 que me mandó a guardar) y empezaron a llover los stickers (“se agregó coronavirus al grupo”, entre otros). Todo ello, en un hermoso contexto de cortes de luz intermitentes y parte de la familia sin agua. Los ánimos se pusieron espesos.

5/1
Después del primer positivo oficial, empezó el efecto “contagio” que al principio todos adjudicamos a una cuestión de sugestión. “E. empezó con tos después de que se enteró que M. es positiva”, otra vez las chanzas y los stickers. Mientras tanto, saltaba otro caso más de fiebre. Empezó la disputa entre aficionados al aire acondicionado y defensores “de raíces humildes” del ventilador de techo. La del PCR negativo de Año Nuevo confesó que seguía con mocos y tos, pero que “votaba” que su enfermedad era producto del cambio climático y del aire acondicionado. Así se armaron núcleos conspirativos y negacionistas de la covid. Y nos seguimos tapando los ojos con los barbijos. Cuando mi “tosecilla” pasó a ser tos de perro constante, tuve que abandonar la fila del negacionismo y unirme al equipo del contagio. Maldecí al Espíritu Santo y a los pobres Reyes Magos que no tenían ningún papel en esta historia y fui acusada (no sin razón) de “melodramática”. Mi cuñado empezó con fiebre y, al poco tiempo, uno de los niños también. Me llegó el rumor de que sus padres (siempre sociables, divertidos y optimistas y, por lo tanto, ajenos al grupo de WhatsApp) se sintieron muy dichosos de perder las reservas de sus vacaciones, y profirieron varias loas, plegarias y alabanzas a la familia y hacia ellos mismos por haber cedido ante los voraces deseos festivos familiares. Mi madre ahondó su ataque de culpa (esta vez no por su tendencia a la innovación gastronómica, sino por haber festejado su cumpleaños), y yo esbocé un intento de hacerla entender que todos somos responsables de esta situación.
Empezaron los debates acerca de si tenía sentido hisoparse, que ya todos nos teníamos que aislar y listo: hubo un intento de debate acerca de la cantidad de días de aislamiento. La matriarca de la familia, nuestra neonatóloga de cabecera (aunque ya todos tengamos un poquito más de 12 meses de edad), sentenció que teníamos que encerrarnos dos semanas completas, a pesar de que el Gobierno diga lo contrario, porque eso estatuye la Organización Mundial de la Salud y punto.

6/1
Apareció otro test positivo y empezamos a investigar el “caso cero”. La principal sospecha recayó sobre el propio Si.Pro.Sa, que le habría dado un falso negativo a la primera que anduvo con tos, allá por diciembre del 2021. Esa misma persona había compartido el auto con otros tres casos sintomáticos, entre ellos, el mío. ¿O fui yo misma que cuando empecé a sentirme rara se lo atribuí a las vacunas? ¿O nos contagiamos de manera independiente? Me agarró un “loop” de obsesión y culpa, similar al de mi madre, del que aún me cuesta salir.
Entraron en escena las teorías conspirativas acerca de los viejos de la familia que no se intoxicaron en Navidad ni se contagiaron de covid, ¿serían robots con 5g? ¿Cyborgs? ¿Serán ellos los asintomáticos que nos contagian al resto?
Cayó otro más. Entre sintomáticos con PCR confirmado, personas con síntomas reales pero sin testear y aquellos con síntomas fantasmas, perdimos la cuenta de cuántos somos los positivos.

7/1
Dio positivo el miembro más pequeño de la familia (el mismo que pasó de brazo en brazo y que tomó de todos los vasos), que fue hisopado no sin escándalo mediante, con el llanto y la angustia concomitante suya, de sus padres y abuelos. Se reactivó la bomba de culpa de mi madre. Yo perdí el gusto y olfato, me congestioné por completo y quedé sorda como una tapia. Desconozco la razón, pero esos hechos abonaron la teoría de que yo era el “caso cero”. Se reactivó mi bomba de culpa. Aparecieron síntomas extraños de gente que solo podía comer queso porque el resto de las cosas “tenían gusto a podrido” y de otro que no podía distinguir “un tomate de una lechuga”. Se sumaron los padres del niño positivo a los síntomas más convencionales tipo “carraspera de aire acondicionado”. El niño bautizó al oxímetro de “comededos” y se recuperó rápidamente. Aparecieron una jaquecosa y un mocoso, dos covideados más a nuestra cuenta.
En este punto empiezan las elucubraciones acerca de si tenemos Delta u Ómicron, si la pérdida de olfato y gusto es de una o de la otra o de las dos. ¿El gusto a podrido depende de la SAT o de nuestras papilas? En el medio, debatimos acerca de iones y cationes, y nadie entiende qué tienen que ver ¿será efecto neurológico de la covid empezar a hablar incoherencias? ¿Esta familia siempre tuvo covid y nunca lo supo?

8/1
Uno de mis hermanos somete su caso a la junta médica familiar: es conviviente de una covid positivo y le duele la cabeza. Eso significa un problema mayúsculo, no solo porque en general la familia se caracteriza por tener cabezas talle XL, sino porque él ganó el concurso de medición de las ídem que hicimos en una ocasión, ergo, le duelen tres cuartas partes del cuerpo. A su vez tiene una sensación extraña en la cintura, sobre lo que mi madre decreta: “eso es herpes culebrilla”. El damnificado consulta si puede ir a ponerse (¡en este contexto, querido!) la segunda dosis de la vacuna compuesta vs. sarampión y paperas. Se equivoca, es otro caso de covid y empieza esa misma noche con fiebre.
En este momento, hace su aparición un nuevo caso, el que a todas luces parece ser el más grave. Es el de un joven argentino que, según su madre (mi prima), hasta antes de hisoparse tenía un resfriado, dolor de cabeza y una “puntadita” en la espalda cuando respiraba. Luego del resultado positivo empieza a sentir que “lo apuñalan y acuchillan cuando respira profundamente”. Empiezan los consejos sobre qué remedios tomar. “¿Qué te dieron a vos?”; “ya no se usa la ivermectina”; “que alguien le lleve dexametasona” y “mengano está tomando solo Tafirol”. Alguien le consigue un oxímetro al joven argentino y su saturación parece ser normal. Ya no lo acuchillan más. Podemos dormir en paz.

9/1
Mi madre pide a todos que juguemos al juego de las estatuas y que no nos movamos de nuestros lugares hasta que se vaya la covid. Otra prima amanece con fiebre; al mediodía ya está “perfecta” -el caso de covid más breve de la historia-, pero su marido no le pierde pisada a fuerza de tos y congestión. Alabamos las propiedades del arrope de chañar. La matriarca de la familia asume que tiene los genes de Gilgamesh, el inmortal, y por ello aún no se contagió. Todos estamos de acuerdo y ampliamos nuestra cultura general (alabada sea Wikipedia).
Se hace un primer recuento de casos, entre todos los confirmados, los enfermos en serio y los enfermos imaginarios llegamos a un total de 16 personas.

10/1
El temblor con sabor a terremoto se apropia de toda la conversación. Varios se olvidan de sus síntomas sólo del susto. Nos enteramos de que mi padre se encontraba en el inodoro al momento del movimiento telúrico, y que a pesar de que clamaba por ayuda para poder levantarse, mi madre no fue a su rescate, pues parece que la señora se tomó muy en serio su propuesta del juego de las estatuas (a mi madre la podrán acusar de envenenadora y culposa serial, pero nunca de demagoga), así que el pobre hombre tuvo que permanecer agarrado al bidet hasta que las placas tectónicas acabaron de acomodarse.
Los síntomas empiezan a menguar. Una prima se atreve a concluir que nadie puede negar que esta familia empezó el 2022 “súper positiva”, lo que será “un augurio de lo bien que nos irá”; mi cuñado responde que huele cierta ironía en su mensaje, pero que, en realidad, debe admitir que es lo único que huele.
Después de estos días de locura, fiebre, sentidos distorsionados y emociones a flor de piel, pongo a consideración del grupo el tema de la toxicidad intrafamiliar y la propuesta de abandonar “la familia” (me acuerdo de Pierre Bourdieu con eso de que “la familia” se erige conceptualmente como si fuera un solo individuo y el peligro que ello implica). La matriarca, nuestra principal voz autorizada y la que está pendiente de la salud de todos, responde que la nuestra no es una familia tóxica sino so-li-da-ria (y lo dice así, marcando cada sílaba). Lo que tiene uno, tienen todos, “no es cosa de andar mezquinando”. Y quizás tenga razón…

14/1

Cuando este texto estaba terminado, aparece el mensaje final. “Flia., recién nos dan el resultado de T.: como pensábamos, positivo”. Es el contagiado número 17. La pregunta que me hago es si de esto se trata la inmunidad de rebaño, ese concepto del mundo animal que nos atrae tanto.

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