¿A nadie le importa ya el Mercado del Norte?

¿A nadie le importa ya el Mercado del Norte?

Cuando los chapones se mimetizan con el paisaje y verlos se hace una costumbre aumenta el riesgo de que se eternicen. Esa es la sensación en la esquina de Maipú y Mendoza. Hace ocho meses que el Mercado del Norte está clausurado y semioculto por el vallado publicitario, período suficiente para que la anomalía urbana se haya convertido en otro lugar común del microcentro. Una pregunta (¿cuándo se arreglará esto?) derivó en otra pregunta (¿arreglarán alguna vez esto?) y ahora transitamos la tercera fase del interrogante (¿y si esto queda así durante años?). A medida que pasa el tiempo los temas pasan de moda, empiezan a cansar, y las agendas requieren novedades. Así que del Mercado del Norte cada vez se habla menos. O directamente no se dice nada. Está ahí, falsamente disimulado en su agonía. Y como las fiestas ya están encima, y después vienen las vacaciones, nada hace suponer que antes de marzo las cosas vayan a cambiar. Se cumplirá entonces un año con el Mercado cerrado.

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Alfredo Toscano no habló con el corazón, sino con el bolsillo, cuando explicó el estado de situación. La Nación no va a financiar -al menos en el corto plazo- una obra que cuesta 1.000 millones de pesos. “Nos dijeron que por ahora es difícil por la situación del país”, sintetizó el secretario de Obras Públicas municipal. La caza de consorcios dispuestos a abrir la billetera no sólo depende de lo jugoso del negocio que se les proponga. Tampoco ayuda el contexto de un 2022 que asoma de lo más ajustado, en el mejor de los casos. “Buscamos inversionistas privados y de organismos internacionales -subrayó Toscano-. Pero no es fácil”. Así que mientras en el cruce de peatonales la Municipalidad arma su clásico arbolito de Navidad, 100 metros hacia el oeste los chapones le bajan el tono a la celebración. Imágenes discordantes, todo un signo de los tiempos: luces y sombras.

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Para la Provincia es más simple: se trata de un problema de la oposición que debe resolver la oposición. Pero el malhumor social no sigue esta lógica de compartimentos jurisdiccionales estancos. Un ejemplo es la plaza Independencia: buena parte de la opinión pública culpaba al gobernador Manzur por las demoras de la obra o por la nueva estética que reveló el paseo una vez inaugurado. ¿Y nosotros qué tenemos que ver?, se preguntaban en Casa de Gobierno. Lo mismo le sucede al municipio con las chapuzas de la SAT y los vecinos indignados que le exigen a Germán Alfaro soluciones que él no está en condiciones de brindar. Al momento de demandar una mejor calidad de vida muchísimos ciudadanos no distinguen quién es el responsable ni miran el escudito de la repartición de turno. Y pocas cosas les duelen más a los funcionarios que sentirse acusados o criticados por errores que les son ajenos. Por eso al toparse con el Mercado la sociedad no suele discernir entre la Justicia que lo clausuró, el municipio que lo mal administró o la Provincia que mira para otro lado. Por encima de ese recorte flota la certeza de que las cosas están mal y la culpa es de la clase dirigencial en su conjunto.

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Cuando se desató el conflicto por la Casa Sucar el intendente jugó con inteligencia y, además de salvar la valiosa propiedad, la integró al circuito cultural de la ciudad. Allí se lo vio rápido de reflejos para dejar en evidencia la -cuanto menos- pasividad del Ejecutivo frente a la inminencia de la piqueta. Lo que lleva a pensar, ¿es tan inaudita la posibilidad de que el Gobierno provincial meta mano en el Mercado? Si Alfaro no consigue financiación para arreglarlo, ¿qué margen le quedaría para rechazar una oferta del Ejecutivo en ese sentido? ¿No sería una movida política audaz de Casa de Gobierno? Claro que esta es la clase de escenario en el que se trazan infinidad de variantes, básicamente en torno a quién saldría más o menos beneficiado. Un mar de hipótesis en el que, por lo general, se ahogan los entusiasmos. Es una lástima que un concepto como el del largo plazo ni siquiera figure en los análisis; mucho menos la calidad de vida de los tucumanos. Trabajar en forma conjunta ya sería cosa de ciencia ficción. De lo contrario las soluciones para el Mercado habrían aflorado hace rato.

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A Germán Alfaro le quedan dos años de gestión por delante. Su horizonte tiene pintado 2023 con refulgentes letras de molde, pero el camino a esas elecciones es larguísimo y extenuante. La candidatura testimonial y la cesión a su esposa del escaño en el Senado parecen cosa de un pasado remoto, por más que hayan transcurrido apenas unos días. Esto también habla de su cintura política. Con acierto, Alfaro calculó que la memoria ciudadana es tan volátil como el precio del dólar. Pero también sabe que deberá meter goles en el tiempo que se avecina, porque los rivales (los internos y los externos) preparan nuevas tácticas para afrontar el partido. Por ejemplo, las promesas incumplidas serán un bumerán mucho más potente y deberá cuidarse al máximo. Un ejemplo es el puente de Mate de Luna y Amador Lucero. El municipio anunció que la nueva estructura estaría lista en mayo; seis meses de retraso desarman cualquier excusa (Toscano explicó que la debilidad del suelo les impide colocar los pilotes). El hilo conductor con el Mercado son los chapones, en este caso dispuestos en torno a los bulevares y que cortan una de las manos de la calle Thames. Las campañas proselitistas pasaron; son épocas de gestión pura y dura.

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La clausura del Mercado fue una consecuencia lógica de la falta de mantenimiento. Que hayan cedido un par de columnas, a salvo de alguna derivación trágica como el derrumbe del viejo cine Parravicini, resultó una desgracia con suerte. Desde ese momento el Mercado es un trasatlántico art-decó flotando sobre la indescriptible e inundada mugre de sus entrañas. Hay puesteros que se engancharon a la propuesta del mercadito en la plazoleta Dorrego; algunos comerciantes tuvieron espalda para reabrir sus locales en el microcentro o en zonas aledañas. Pero mucha gente se quedó sin trabajo; mucha gente que dependía del Mercado de forma directa o indirecta, formando parte de un flujo de negocios desactivado de un sector neurálgico de la ciudad. Ese es un capital contante y sonante. Y está el otro capital, el simbólico, que es tan o más difícil de recuperar. Por eso, cuanto menos se hable del Mercado, y en la medida en que sea un mascarón de proa inmóvil en una playa -y por lo tanto inservible-, su influjo tenderá a extinguirse. Nacerá la sensación de que ya no le sirve a la ciudad. Y a alguien se le ocurrirá que lo mejor es demolerlo. ¿Exageración? Revisemos nuestra historia de chapones, piquetas y desmemoria colectiva.

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