Bien entrada la noche en La Ciudadela hay un silencio que llama a engaño. De la tierra brotan rumores, ecos que sólo pueden captarse con un sentido extra y sutil, voces que ruegan ser escuchadas, pero sólo a costa de radares interiores mucho más finos que el oído. Son las huellas de corceles y de aceros, extractos de la sangre derramada; el espíritu de un tiempo complejo e indomable. Primero fue la gesta belgraniana de 1812 y, a la vuelta de los años, la batalla fratricida de la que se cumplen 190 años. Ahí, en La Ciudadela, se jugaron numerosos destinos. La Ciudadela, entonces, funciona como símbolo de aquel Tucumán-encrucijada en el que, una y otra vez, la patria decidió un rumbo. En esa Ciudadela imprecisa, sin calles ni plazas, puerta de acceso a la ciudad poscolonial vecina, se peleó con tanta fiereza que los rastros no pueden haberse esfumado. Es cuestión de saber encontrarlos.
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Ante todo, el apunte contrafáctico. Ese ¿qué hubiera pasado si...? fascinante e improductivo, nada más -y nada menos- que una invitación a imaginar más que a conjeturar. A fin de cuentas, la historia es una colección de citas contrafácticas que derivan en universos paralelos. Como líneas temporales que se bifurcan, cual historieta de Marvel, en múltiples tramas. Pues bien, ¿qué habría pasado si el 4 de noviembre de 1831 al ejército unitario lo hubiera comandado el General José María Paz? Puede que hubiera derrotado a Facundo Quiroga en La Ciudadela y, desde allí, convertido en un torbellino, horadado para siempre el poder de Juan Manuel de Rosas. Es razonable: Paz le había dado lecciones consecutivas de pericia militar a Quiroga en La Tablada y en Oncativo. ¿Por qué no habría dos sin tres? La pregunta inicial puede formularse de otro modo -y es lo que viene haciendo la historiografía nacional desde hace 150 años-: ¿qué hubiera sido de nosotros -del país- si a Paz no le boleaban el caballo en Córdoba aquel 10 de mayo de 1831? Sucedió seis meses antes de la batalla tucumana; Paz cayó prisionero y en La Ciudadela al ejército unitario lo dirigió Gregorio Aráoz de La Madrid, que era pura valentía pero carecía del genio de Paz. Pero aquí no se agotan las teorías contrafácticas. Hay otra: ¿y si Quiroga se tomaba revancha y conseguía vencer a Paz en La Ciudadela? ¿Hasta dónde, semejante hazaña mediante, se proyectaba su figura?
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Nuestra guerra civil, larguísima y brutal, mantuvo en vilo a una Argentina que estaba en plena conformación. No le dio paz para pensarse. Tampoco fue una guerra líneal, más bien un rompecabezas de rebeliones, batallas, ejecuciones, tratados, treguas y exilios distribuidos a lo largo de más de tres décadas. Tantas idas y vueltas representan una de las razones que llevan a transitar esa guerra a la máxima velocidad en el trayecto educativo. Para enseñarla se requiere tiempo, paciencia y creatividad. Y buena fe. Y hay más, porque el fondo de ese conflicto, nada menos que la definición de un modelo de país, suele quedar disimulado bajo el peso de las formas. Entonces todo se reduce a recordar que había dos bandos -unitarios y federales- enfrentados a muerte y una figura descollante -Rosas- en el centro de la escena. Los grises de ese dispositivo no tuvieron cabida en las crónicas redactadas por los vencedores, los unitarios, apoyados en una dialéctica binaria que les sirvió de relato. Hay tanto que explicar, tantos ovillos que desenredar en esa guerra civil, que la introducción de matices hubiera amenazado la solidez de esa construcción fundacional. No podía haber grises en la pluma de Mitre o en la de Sarmiento.
“¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!”
Ese magistral inicio del “Facundo” exime de mayores comentarios.
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De allí que la figura de Alejandro Heredia, el hombre que tomó las riendas de Tucumán tras la batalla de La Ciudadela, haya quedado desdibujada, casi invisibilizada. A Heredia se le asignó un estante en la incómoda góndola de los bárbaros caudillos federales, adalides del atraso, enemigos de la civilización, sanguinarios opresores de la ciudadanía. Un estereotipo opuesto a otro estereotipo: el caballero ilustrado, racional, apropiado de una cultura superior y guiado, ante todo, por la idea del progreso. Características asignadas al unitario de manual y que, vaya sorpresa, se ajustaban en buena medida a la personalidad de Heredia. Porque en el país, y sobre todo en este laboratorio que desde el primer día es Tucumán, hubo unitarios que actuaban como federales y federales que se portaban como unitarios. La vida real es la que demuele los relatos y demuestra que estamos hechos a fuerza de matices.
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Si de demoledores de relatos hablamos, pocos como Juan Bautista Alberdi. Si las “Bases” fueron su aporte a la estructuración institucional del país, en “El crimen de la guerra” desarticula la pretensión de fundar la Argentina sobre el cimiento de un glorioso pasado militar. Esa idea del ejército invicto e invencible trazada por Mitre, para Alberdi es una falacia. Y una falacia peligrosa. Pero las derrotas -numerosas- sufridas por las tropas nacionales quedaron barridas bajo la alfombra de la historiografía decimonónica. Primó el relato de una interminable cadena de victorias frente a unos pocos reveses, por más que el mapa de las nacientes Provincias Unidas del Río de la Plata mostrara que las actuales Bolivia, Paraguay y Uruguay formaban parte del territorio. ¿Y qué pasó entonces? Pasaron, por ejemplo, las derrotas en Huaqui (1811), Ayohuma (1813) y Sipe-Sipe (1815). Tres expediciones al Alto Perú (Bolivia) que terminaron en desastre. En las tres revistó Heredia, fiel soldado de aquel Ejército Auxiliar del Perú que en el imaginario asoma como Ejército del Norte. Es más, de Sipe-Sipe volvió herido. Y como una vuelta más del destino, vale destacar la positiva influencia de Heredia sobre un jovencísimo Alberdi, a quien ayudó a forjar su camino.
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El cuadro que ilustra este artículo es el pintado por el francés Amadeo Gras en 1834, cuando hizo un alto en Tucumán mientras recorría las provincias con sus pinceles y su violín a cuestas. Gras retrató también a la esposa de Heredia, la salteña Juanita Cornejo Medeyros. Con el aval de Quiroga, Heredia mandaba en Tucumán desde el desbande unitario en La Ciudadela. Poco después el Cabildo formalizó su elección y se mantuvo en el cargo hasta el 12 de noviembre de 1838, cuando fue asesinado en Lules. Nadie gobernó Tucumán durante tanto tiempo como Heredia en la primera mitad del siglo XIX. Y fue, por donde se la mire, una gestión progresista y modernizadora. Lo que se hubiera esperado de un unitario.
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Porque aquí entra a tallar esta cuestión de los grises, de los matices, también de las contradicciones que hacen a la naturaleza de los personajes y de los hechos que protagonizan. No hubo gobernador federal tan tolerante al Partido Unitario como Heredia. Para los parámetros de la época los suyos eran rasgos democráticos. Esto disgustaba a Rosas, a quien no le quedaba otra opción que dejarlo hacer. Esa política componedora, con mucho de acuerdista, no evitó sublevaciones como la de Javier López, a quien Heredia hizo fusilar en 1836. Uno de los conspiradores era Segundo Roca, a quien Heredia perdonó. Irresistible nuevo apunte contrafáctico: si Segundo hubiera enfrentado al pelotón no habría tenido, siete años después, un hijo llamado Julio Argentino.
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Se cumplen 190 años de la batalla de La Ciudadela; pestañaremos un par de veces y ya estaremos hablando de su bicentenario. Episodios no tan conocidos pero trascendentes para la historia argentina, escenificados en Tucumán y portadores de consecuencias para los tiempos subsiguientes. En el caso específico de la provincia, la concentración del poder en un caudillo que excedió las fronteras para convertirse en “Protector del Norte” y hasta debió encargarse de frenar una invasión extranjera en otra guerra escasamente difundida: la que nos enfrentó con una confederación peruano-boliviana. En este caso no se trató de “qué hubiera pasado si...”, sino de una cadena de sucesos que 190 años más tarde nos siguen convocando. Porque en el silencio de la noche, en el corazón de La Ciudadela, lo que se pone en marcha es el mecanismo de la memoria.








