A 300 años de una cacería de brujas en Tucumán

A 300 años de una cacería de brujas en Tucumán

Entre julio y diciembre de 1721, se llevó a cabo en la capital de nuestra provincia un proceso judicial por parte de la Real Justicia contra un grupo de indias acusadas de hechiceras. Es poco conocido que hace tres siglos, en la ciudad por la que caminamos cotidianamente, la justicia perseguía, torturaba y castigaba con dureza, delitos tales como la hechicería, usada para dañar al prójimo. Y aún más desconocida es la presencia de la Inquisición en dichos procesos.

19 Septiembre 2021

Por Nils Kreibohm

Para LA GACETA - TUCUMÁN

Seguramente, cuando el juez indagó a Magdalena, ella entendía la gravedad del delito y la pena que conllevaba; se la acusaba de hechicería. En ese momento, todos los presentes recordaron a Inés, condenada a muerte y luego quemada por hechicera, en San Miguel de Tucumán, unos años antes.

Conservado en el Archivo Histórico de la Provincia, se destaca el juicio contra Magdalena, que lejos está de compararse con los grandes procesos inquisitoriales europeos como el que analizó, por ejemplo, Carlo Ginzburg en El queso y los gusanos, cuyo expediente consta de más de 500 fojas. Sin embargo, este caso posee una riqueza invaluable, ya que sirve como una ventana para conocer la mentalidad de la sociedad colonial tucumana del siglo XVIII.
Todo comenzó cuando el teniente de gobernador, Alonso de Alfaro, inició una cruzada personal contra las hechiceras, pues éste había caído enfermo unos años antes y había sido convencido de que el origen de todos sus males provenía de los encantamientos de unas brujas en Santiago, a las que por supuesto persiguió. Para 1721, había dado instrucciones a las jurisdicciones de la Gobernación del Tucumán de apresar a toda aquella persona acusada del delito de hechicería. Dentro del expediente mencionado, se conserva una carta de Alfaro al alcalde de San Miguel de Tucumán, donde lo felicita por la detención de Magdalena y de las demás indias, lo insta a continuar la persecución resaltando que “quantas mas se pudieran apresar según el posible de las fuerzas sira mejor” (transcripto textual del expediente) y le suministra materiales para el aprisionamiento, tales como grilletes y cordeles para el tormento del garrote. Inclusive, le da varias recomendaciones para extraer información a las atormentadas; entre ellas, humedecer en vinagre las cuerdas para aumentar su resistencia durante las sesiones de tortura sin que éstas se rompan.  

El alcalde, Don Bernardo Antonio de Figueroa, toma el asunto con toda la seriedad del caso por un doble motivo: por un lado, porque mantiene una estrecha relación de amistad con Alfaro y por otro, más importante aún, porque es miembro familiar del Santo Oficio de la Inquisición, y como tal, este tipo de delito le concierne de manera directa.

Lo espectral

A pesar de no existir en la gobernación un tribunal de la Inquisición -el más cercano se encontraba en Lima- la institución mantuvo una presencia espectral en la ciudad y su jurisdicción, como lo hizo en la mayoría de los dominios españoles, mediante sus “familiares”. Estos eran los ojos y oídos de los inquisidores, sobre todo en aquellos lugares alejados de los grandes núcleos urbanos, siendo en su mayoría laicos instruidos a los que el mote de pertenencia a tamaña institución les aportaba un prestigio tan valorado en la sociedad colonial, que les permitía el ascenso social.  

Figueroa puso en marcha el proceso indagando a las indias y exponiendo los indicios que en su contra se acumulaban: Francisco de Olea, durante un viaje compartido con las indias, las hizo bajar de la carreta, que se había estancado en el barro, y las hizo caminar. Luego Olea cayó gravemente enfermo. Más adelante, Magdalena y compañía, hicieron noche en un paraje donde una “china” (casta colonial que resultaba de la mezcla de sangre entre moriscos y españolas) del lugar, se enfermó y mientras deliraba, gritaba ver a Lorenza, hija de Magdalena, volar por la habitación. Cinco testigos se presentaron para denunciar la fama de “encantadoras matadoras”. Pero, aun así, Magdalena se mantuvo firme en su verdad, no cambió su versión de los hechos ni se contradijo, a pesar del tormento aplicado. En su veredicto, Figueroa consideró, siguiendo la lógica inquisitorial, que no tenía elementos probatorios suficientes para una condena a muerte y, además, había un elemento insoslayable: se trataba de una indígena. Los aborígenes estaban protegidos por la corona, una gran diferencia con el caso de Inés, que era negra liberta. Sin embargo, señaló que los indicios estaban allí y la reputación era evidente. Una vez más, las castas jugaron un papel central en la dinámica de la sociedad colonial.

En definitiva, las indias fueron liberadas, pero no declaradas inocentes. En un sistema jurídico en el cual el individuo es culpable hasta que se demuestre lo contrario, Magdalena fue liberada por falta de pruebas, pero igualmente condenada a cumplir una pena: se le prohibió volver a su pueblo -un desarraigo doloroso- y fue obligada a incorporarse a la casa de algún español, donde desarrollaría labores sin goce de sueldo, mientras le era instruido el catolicismo. La sentencia dejó también a las imputadas una clara advertencia: el proceso serviría como prueba irrefutable de culpabilidad y si en un futuro volviesen a ser procesadas por el mismo delito, su destino sería, inexorablemente, la muerte.    

© LA GACETA

Nils Kreibohm - Profesor

de Historia de la UNT.

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