Punto de vista: Acerca de las fuentes del mal

Por Nicolás Zavadivker / Doctor en Filosofía / Profesor a cargo de Ética- UNT.

DESHUMANIZACIÓN. El esclavo ni siquiera era visto como una persona. DESHUMANIZACIÓN. El esclavo ni siquiera era visto como una persona.
22 Agosto 2021

En estos días se conmemoran una serie de fechas que nos recuerdan que el ser humano es capaz de cometer las mayores atrocidades. El sometimiento a la esclavitud, el terrorismo, las purgas derivadas del nazismo y del stalinismo y las persecuciones por motivos religiosos tienen en común el provenir de ideologías extremas que las legitiman.

Las ideologías son construcciones colectivas que incluyen valores y creencias. Estas últimas suelen adoptar la forma de dogmas infalibles. A un diagnóstico pesimista sobre la marcha del mundo, le sigue un conjunto de ideales sobre cómo debiera funcionar, y en muchos casos un compromiso vital personal para producir ese mundo ideal en la Tierra. Mientras más terrible es el diagnóstico de la realidad, más legitimado se siente el partidario de una ideología extrema de recurrir a cualquier medio para producir el ‘mundo mejor’ que proyecta. La moralidad ordinaria queda suspendida por el ‘bien mayor’ buscado: en nombre del ideal es admisible el secuestro, la tortura o el asesinato. Así, lo que a ojos externos es notoriamente un acto inmoral, a ojos de quien internalizó una ideología es un acto de justicia que nos va acercando al ideal.

Para justificar la violencia que se ejerce contra el otro lo usual es atribuirle maldad y considerarlo una amenaza (el miedo suele jugar un rol importante en la propagación de las ideologías). De esa forma era visto el judío en el nazismo, el comunista en las dictaduras de derecha, el infiel en las versiones extremas de cierto islamismo, etc. En casos como el de la esclavitud, el otro ni siquiera es visto como una persona, sino como un objeto de uso del que se puede disponer, como ocurrió con los negros frente a los colonizadores.

Pero lamentablemente las ideologías extremas y su simplismo para dividir el mundo en buenos y malos no son la única fuente del mal, sino que éste puede surgir de fuentes muy diversas. Agreguemos en este sentido una distinción muy relevante, ideada por el filósofo Arthur Schopenhauer, entre la maldad y el egoísmo. Este último piensa exclusivamente en el bien propio, por lo que un egoísta radical puede manipular, dañar o incluso matar a los demás según su propia conveniencia. Pero la maldad es aún peor, porque ni siquiera se propone generar un bien propio, sino que se obsesiona con producir un mal en el otro. Que este móvil existe, lo prueba el hecho de que el malvado está dispuesto a soportar un mal para sí con tal de producirlo también en el otro. Por ejemplo, una persona que mata a su pareja para luego suicidarse.

Así, aunque el acto de robar siempre es repudiable, podría diferenciarse el robo por fines egoístas (para obtener dinero) del realizado por maldad, por ejemplo cuando el ladrón igualmente daña a su víctima después de haber obtenido su botín. Para Schopenhauer, la maldad surge del odio, y éste se expresa en diversos sentimientos que van desde la envidia o los celos desmedidos hasta el regocijo frente al fracaso ajeno o el sadismo.

Pero lamentablemente los móviles del mal no se encuentran sólo en ideologías extremas o en individuos sumamente egoístas o incluso malvados. El psicólogo social Stanley Milgram probó convincentemente que la mayoría de humanos corrientes son capaces de producir actos reprobables.

El psicólogo de la Universidad de Yale ideó un experimento para medir la disposición de las personas a obedecer las órdenes de una autoridad, aun cuando éstas fueran crueles y moralmente injustificadas. Los voluntarios debían producir mediante una máquina descargas eléctricas crecientes a otro sujeto, a quien se sentaba en una especie de silla eléctrica. Si éste se equivocaba, en un supuesto juego para medir su memoria, el primer voluntario debía aplicarle descargas eléctricas que iban subiendo de a 15 voltios. Ante la duda por parte de los participantes de seguir enviando descargas (el sujeto de la silla eléctrica se quejaba del dolor y pedía desesperadamente terminar la prueba) una autoridad les indicaba que debían continuar. En realidad quien sufría las descargas era un cómplice del experimento que sólo simulaba el dolor, pero los participantes no lo sabían. El resultado fue espeluznante y sorprendente para todos, incluso para Milgram: el 65% de los participantes llegaron a administrar la descarga máxima (450 voltios) a una persona que hacía rato había dejado de responder las consignas por encontrarse presumiblemente en un estado de coma. El experimento se replicó en diferentes países, con sujetos de todos los grados de educación, y los resultados fueron siempre iguales (y a veces peores).

Así, sin que mediara un factor ideológico fuerte, una mayoría de sujetos comunes fue capaz de producir un daño a un desconocido sólo por acatar a una autoridad circunstancial. Milgram concluyó que cuando obedecemos a un superior no nos consideramos responsables de nuestros actos, sino que nos percibimos como meros instrumentos de los deseos ajenos. Esta predisposición no sólo es una pieza importante en regímenes autoritarios, sino que atraviesa muchas acciones cotidianas en sistemas democráticos.

En suma, las raíces de la maldad son múltiples y las personas corrientes también somos capaces de producir grandes daños. Si queremos evitarlo, debemos tener siempre presente esa posibilidad; y rehuir a la tentadora ilusión de creer que la maldad sólo puede estar en los demás.

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