Paradojas de la decadencia

Una de las mayores paradojas de la humanidad surgen de las grandes religiones, como el cristianismo, el judaísmo, el islamismo, el hinduismo y el budismo, entre otras.

Todas ellas, con algunas diferencias y matices, bregan por la paz, el amor, la caridad, la misericordia, la compasión, la bondad y la obediencia.

Ponderan los valores espirituales, morales y éticos por encima de intereses más mundanos y materiales.

Pese a estos enunciados teóricos y sus nobles aspiraciones, las religiones han sido a lo largo de la historia una de las principales causas de guerras y batallas de la raza humana.

En casi todos los enfrentamientos que protagonizó el hombre hubo y hay un componente religioso, ya sea en primer plano o como trasfondo del conflicto.

Representa una tremenda paradoja, una enorme contradicción, que los movimientos espirituales, en apariencia conciliadores, hayan a su vez provocado cientos de millones de muertos y mutilados, con la Segunda Guerra Mundial a la cabeza, el enfrentamiento armado más grande y sangriento de la historia universal, con más de 60 millones de víctimas mortales, y cuyo condimento religioso es por todos conocido: el holocausto.

La única explicación que hallamos para este profundo contrasentido, si es que acaso lo tiene, es el hondo fanatismo que germina de forma virulenta en algunos sectores de creyentes.

Si esta paradoja aflora al amparo de la fe, mucho más violentos fueron, son y serán otros fanatismos que no surgen de libros sagrados ni creencias místicas.

Lo vemos en todos los ámbitos y prácticas donde hay espacio para que se desarrollen los apasionamientos enceguecidos, las intransigencias irreconciliables y las exacerbaciones descolocadas.

El deporte es un claro ejemplo de como un juego, que puede ser sano y noble, cuando es contaminado por el fanatismo se convierte en un disparador de violencia y muerte.

Les Uns et les Autres

La política nos plantea a veces la misma paradoja que las religiones. No sólo por los enfrentamientos, que bajo el manto de alguna ideología esperanzadora se han cometido genocidios, sino -y principalmente- porque lo que de origen se percibe como una herramienta que busca la prosperidad de los pueblos, se termina convirtiendo en la causa de su catástrofe.

Siempre estarán “los unos y los otros” (Les Uns et les Autres, en el francés original de la galardonada película, que justamente se desarrolla durante la sangrienta segunda guerra, atravesada paradojalmente por la belleza del arte).

Cuando se es uno siempre habrá un otro. Y cuando se es otro siempre habrá un uno.

Izquierda y derecha, unitarios y federales, celestes y verdes, peronistas y antiperonistas.

La sociedad está perforada por decenas de divisiones binarias y maniqueas (a propósito de religiones que polarizan en vez de unir, como el maniqueísmo).

Esto ocurre en todas las sociedades politizadas del mundo, desde siempre.

La acotada percepción binaria de la realidad, pese a su precariedad, es en muchos casos el motor de progreso de una comunidad que convive bajo una misma bandera.

Republicanos y demócratas, en Estados Unidos, es quizás el caso más emblemático de un bipartidismo exitoso, aunque este modelo se replica en casi toda Europa -con infinitas variantes- entre progresistas y conservadores.

En Sudamérica, el mejor ejemplo es Uruguay, desde nuestro punto de vista, la democracia más desarrollada y madura de la región.

La patria es del otro

Argentina es uno de esos casos paradigmáticos en el mundo, respecto de la paradoja política a la que hacíamos referencia, de como una herramienta creada y consensuada para organizar y hacer progresar a un pueblo, termina por ser la causa del desastre.

En Argentina no existe el concepto de oposición, en tanto contrapeso que fiscaliza y debate con quien detenta el poder. En Argentina existe el oficialismo y el antioficialismo, sea cual fuera la alianza que gobierne, porque desde hace décadas no nos gobiernan partidos con plataformas de valores, sino rejuntes electorales que nacen “en contra de”.

Aquello de que “el que gana gobierna y el que pierde acompaña” es una utopía impracticable en este país, al menos desde 1810.

Nadie lo sintetizó mejor que Juan Domingo Perón, cuando en 1952 sentenció: “Al amigo, todo; al enemigo, ni justicia”.

Y así se rigen los destinos de la patria. “Al amigo, todo”, que no es otra cosa que silencio, complicidad y nula autocrítica dentro de la propia facción.

“Al enemigo, ni justicia”, que no es otra cosa que “te aplastaré siempre que pueda”, incluso aplastando a los poderes republicanos, de ser necesario.

“Vengo a convocar a la unidad de toda la Argentina. Tenemos que suturar demasiadas heridas abiertas en nuestra patria. Apostar a la fractura y a la grieta significa apostar a que esas heridas sigan sangrando. Actuar de ese modo sería lo mismo que empujarnos al abismo”, prometió Alberto Fernández el 10 de diciembre de 2019, minutos después de jurar como jefe de Estado ante la Asamblea Legislativa.

Los “unos” dirán que no cumplió, los “otros” dirán que el antioficialismo no lo dejó.

Lo cierto es que la grieta, quizás profundizada por la pandemia, no hace más que agrandarse.

“A diferencia de sus hermanos latinoamericanos, la mayor parte de los argentinos siente que hay alguien con peso que habla por ellos en lo alto de la torre”, analizó el politólogo Agustín Prinetti, de la Universidad Torcuato Di Tella.

Es que en muchos países hay divisiones, a veces profundas, y enfrentamientos, incluso con bastante violencia, pero ninguno al nivel de la Argentina, sobre todo por la prolongada persistencia en el tiempo.

Datos que no mienten

Referirnos a la famosa grieta política que viene destruyendo al país desde su fundación parece algo abstracto, de chicana parlamentaria o retórica electoralista y demagoga, pero sus consecuencias son concretas y están a la vista, hoy con más del 60% de los niños argentinos por debajo de la línea de pobreza.

La memoria corta nos dice que Argentina no puede controlar su inflación (esa máquina de generar pobreza) desde hace una década. Hoy, con la quinta inflación más alta del mundo, y en ascenso.

Lo cierto es que el promedio inflacionario de Argentina en los últimos 100 años fue del 105 % anual, según la Cámara Argentina de Comercio y Servicios, en base al Indec.

Veamos algunos ejemplos de promedios inflacionarios en diferentes gobiernos, de uno y otro lado de la grieta.

Farrell (17 %); Perón, primer gobierno (19 %); Aramburu (22 %); Frondizi (41 %); Guido (27 %); Illia (29 %); Levingston (34 %); Lanusse (63 %); Perón, segundo gobierno (25 %); Martínez de Perón (276 %); Videla (147 %); Viola (149 %); Galtieri (105 %); Bignone (402 %); Alfonsín (398 %); Menem (70 %); Duhalde (30 %); Kirchner (12 %); Fernández de Kirchner (26 %); y Macri (34 %).

Alberto Fernández, hasta ahora, supera el 40%.

Inflación y pobreza endémicas son la consecuencia directa de las luchas intestinas de la clase política, que arrastran también a una parte de la sociedad muy politizada, que se estima alcanza al 30% de la población.

“Divide y reinarás”, parece ser el primer mandato de cada gobierno que asume. El segundo, destruir todo lo que hizo el anterior.

Por eso, y por ninguna otra razón, esta Nación no se desarrolla hace tanto tiempo.

Cuesta mucho encontrar un país en el mundo que lleve 200 años de crisis tras crisis, con algunas resolanas intermitentes y breves en el medio.

Dirigentes fanatizados, como esos religiosos extremistas que sólo causan caos y destrucción en nombre de una verdad superior, que concentran sus mayores energías en destruir al enemigo (en este país no hay adversarios, hay enemigos), antes que en construir consensos y proyectos a largo plazo.

Tucumán, que tenemos más cerca y claro, es el emblema de esta larga decadencia argentina: traiciones, ambiciones personales, indivisión de poderes, gasto político descontrolado, luchas de poder, son algunas de las “urgencias” que ocupan la agenda completa de las autoridades, mientras la mayoría la pasa muy mal.

Cuanto más se empobrece la provincia, más codiciosos son los gobernantes. Esta es otra tremenda paradoja de la que nos toca ser testigos azorados, en medio de una pandemia que todo lo tapa, que todo lo justifica.

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