Que el Espíritu Santo nos ilumine

Por Presbítero Marcelo Barrionuevo.

23 Mayo 2021

La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés no fue un hecho aislado en la vida de la Iglesia. El Paráclito la santifica continuamente, como también a cada alma, a través de innumerables inspiraciones que son “todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna”. Su sueva y apacible actuación en el alma “viene a salvar, a curar, a iluminar”.

En Pentecostés, los Apóstoles fueron robustecidos en su misión de testigos de Jesús, para anunciar la Buena Nueva. No solo ellos: cuantos crean en Él tendrán el deber de anunciar que Cristo ha muerto y resucitado para nuestra salvación. Y sucederá en los últimos días, dice el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne y profetizarán vuestros hijos e hijas, y vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. Y sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán. Así predica Pedro.

Todos los cristianos tenemos la misión de anunciar, de cantar las magnalia Dei, las maravillas que ha hecho Dios en su Hijo y en todos aquellos que creen en Él. Somos ya un pueblo santo para publicar las grandezas de Aquel que nos sacó de las tinieblas a su luz admirable.

Al comprender que la santificación y la eficacia apostólica de nuestra vida dependen de la correspondencia a las mociones del Espíritu Santo, nos sentiremos necesitados de pedirle frecuentemente que lave lo que está manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo, encienda lo que es tibio, enderece lo torcido. Porque conocemos bien que en nuestro interior hay manchas y partes que no dan todo el fruto que debieran porque están secas; otras enfermas; hay tibieza y también pequeños extravíos que es preciso enderezar.

Nos es necesario pedir también una mayor docilidad; una docilidad activa que nos lleve a acoger las inspiraciones y mociones del Paráclito con un corazón puro.

Para ser más fieles a la constantes mociones e inspiraciones del Espíritu Santo en nuestra alma “podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad (...), vida de oración, unión con la Cruz”. Docilidad, “en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras, nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad”.

El Paráclito actúa sin cesar en nuestra alma: no decimos una sola jaculatoria si no es por una moción del Espíritu Santo, como nos señala San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Él está presente y nos mueve en la oración, al leer el Evangelio, cuando descubrimos una luz nueva en un consejo recibido, al meditar una verdad de fe que ya habíamos considerado, quizá, muchas veces. Nos damos cuenta de que esa claridad no depende de nuestra voluntad. No es cosa nuestra sino de Dios. Nos impulsa al sacramento de la Penitencia para confesar nuestros pecados, a levantar el corazón a Dios en un momento inesperado, a realizar una obra buena.

Que el Espíritu Santo nos ilumine en este tiempo de crisis y de oscuridad y también dentro de nuestras realidades humanas y cristianas.

Basado en ideas de “Hablar con Dios”, de F. Fernández Carvajal.

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