Extrañamos tanto a Prince...

Extrañamos tanto a Prince...

Sí, hay vacíos imposibles de llenar, por más lugar común que suene. Este vacío cumple hoy cinco años.

PRINCE (1958-2016). No es el aniversario de una muerte cualquiera. Sin él, la música sería mucho menos rica.  PRINCE (1958-2016). No es el aniversario de una muerte cualquiera. Sin él, la música sería mucho menos rica.

Cinco años puede ser mucho o poco tiempo, pero tratándose de un tiempo sin Prince es una eternidad. El sonido, el estilo y las ideas de Prince fueron sistemáticamente vampirizados por esa insaciable comunidad artística que de pronto quedó huérfana de aquella yugular, capaz de tolerar toda clase de colmillos. Porque a Prince le robaron todo -influencia que le dicen- y por eso sin Prince nada de lo que vino hubiera sido posible. Pero Prince, rey sin corona de todos los reinos de la música contemporánea, decidió irse a tiempo con una certeza: si el rock es sexo, no estaba dispuesto a ofrecer desde el escenario la penosa imagen de un voyeur.

Cuando se terminaban los 80 hubo quienes decretaron que “Sign o’ the times” era el mejor disco de todos los tiempos. Y cuando promediaban los 90, mientras las redes sociales eran cosa de las novelas de Philip K. Dick, Prince se convirtió en un avatar tras anunciar su propia muerte en la portada de un álbum. Y en los 2000, cuando las quijadas chocaban contra el pavimento al ritmo de “Musicology” y “Planet Earth”, Prince lloraba a James Brown, fruto de esa extraña hermandad que une a quienes nacen cortados por la misma tijera. En este caso, la tijera del funk, empuñada por vaya uno a saber qué milagrosas manos.

Como merecido ninguneo a la modestia, que aquí no tiene cabida, Prince se autobautizó “The Artist” y nadie tuvo derecho al reproche. Como los pintores renacentistas que creaban de sol a sol, Prince se ocupó de dejar un legado descomunal de álbumes, discos dobles y hasta triples, grabaciones en vivo, EPs, singles, colaboraciones, películas, video clips y un océano de sonidos que colmatarían el Pacífico. Prince, The Artist, jamás concibió lo suyo como un juego de raptos de inspiración. Era un laburante, puede que el más inspirado de todos, pero laburante al fin.

Hace poquito, en enero, se cumplieron 30 años del único show que Prince brindó en la Argentina. Fue en la cancha de River, en pleno festival Rock & Pop, una noche que les puso los pelos de punta a los fans, desesperados cuando Prince dijo chau al cabo de 80 minutos y apenas nueve temas. Al set list de clásicos (“Let’s go crazy”, “Kiss”, “Purple rain”, “Shake”, “Nothing compares 2 U”) lo cerró un imponente medley que dejó con demasiadas ganas de más. Prince hizo caso omiso al griterío y marchó al hotel para encender motores. En su autobiografía (!), Jacobo Winograd -encargado de proporcionar el staff para la fiesta- confiesa que nunca vio algo igual.

Porque Prince, en su interminable búsqueda del sonido nuevo, ajustado, vibrante y absolutamente pasional, entendía todo. Entendía a Elvis y a Little Richard; entendía el fulgor de Jagger, de Plant y de Daltrey. Y entendía de dónde venía todo eso del r&b, del gospel y del soul. Si la música de Prince es un catálogo de Motown en sí misma es porque Prince lo entendía todo con la claridad que sólo proporciona lo chamánico. Ese tercer ojo a Prince le funcionaba full time y así percibía la luz entre la oscuridad de un futuro que sólo vaticinaba la definitiva defunción de la música rock.

Pero por sobre todo, Prince entendió que eso -la música rock- está anclada a una pulsión sexual irrefrenable. Por eso su vastísima obra es una erupción en la que sensualidad y sexualidad se entrecruzan, juegan, van y vienen, se ceden el protagonismo, pero jamás podrían desaparecer. El Prince que canta, baila, compone, susurra, mira, posee, invita, es un Prince intenso, irresistible. The Artist.

Es tanto lo que Prince dejó como lo que Prince sigue generando. Para empezar, una docena de biografías -incluyendo la que él mismo asumió y dejó inconclusa- que bucean en todos los Prince imaginables. La infancia, la familia, las mujeres, los hijos, la carrera artística, los infiernos privados y los públicos, la estrella, la farándula y el misterio como piezas del mismo puzzle que Prince alimentó como pocos. Pero el Prince-personaje nunca se deglutió al artista; al contrario. Compositor compulsivo, cantante de registro indescifrable, prodigioso bailarín, guitarrista tan extraordinario como subvalorado, Prince era tan pillo y tan sabio que se rodeó con los mejores en los momentos precisos. Ahí están Wendy & Lisa, el mejor spin-off de una saga tan extensa como las películas de Marvel.

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