Lo que la política no ve, el acople lo esconde

Lo que la política no ve, el acople lo esconde

El presente tucumano se explica, en buena medida, por la desastrada historia electoral de la provincia. Mientras que en la Nación hay barra bravas entrando la Casa Rosada, en Tucumán hay droga entrando en la política.

El 16 de diciembre de 1982, una multitudinaria movilización puso knock-out a la dictadura, tambaleante tras la humillación de Malvinas, Empezó la retirada militar con un cronograma electoral que culminaba el 10 de diciembre de 1983. La democracia argentina salía de un letargo de más de 50 años de alternancias de gobiernos civiles y golpes militares.

Tucumán emergía de ese ciclo con profundos traumas. Había sufrido en 1967/68 una sangría de técnicos y mano de obra calificada como consecuencia de los cierres de ingenios y los talleres ferroviarios, de levantamiento de ramales y desindustrialización. Diez años más tarde le siguió otra oleada de emigrantes notables, que lograban escapar del largo brazo de la represión ilegal o desaparecían.

Al reanudarse la democracia faltaba en Tucumán una generación de dirigentes y fue electo gobernador un joven reincidente en el cargo: Fernando Riera, de 68 años.

Ingresamos a la vida institucional en 1983 con la vieja Constitución de 1907, que prohibía la reelección consecutiva para los cargos ejecutivos, no así para los legislativos. El Colegio Electoral constituía un reaseguro en la elección del gobernador. En 1987 esa institución colapsó al consagrar gobernador a José Domato, que había salido segundo con 50.000 votos menos que el radical Rubén Chebaia. Colegio Electoral devenido mercado persa donde todo se negociaba para conquistar voluntades.

El escándalo del Colegio Electoral tensó las disputas internas en el radicalismo y en el peronismo hasta provocar en 1990 la reforma de la vieja Carta Magna, en un frustrante proceso durante el cual el PJ abandonó la Convención Constituyente, que logró quórum con el radical Carlos Muiño. Él exigió como condición, a Fuerza Republicana, aplicar el sistema de lemas. Bussi aceptó, pero a cambio de instituir un sistema unicameral (antes había en la provincia Senado y Diputados), de prohibir la reelección consecutiva de legisladores y de suprimir la renovación parcial del cuerpo cada dos años.

El resultado afectó la calidad y la eficacia institucional.

En cada elección crecía exponencialmente el número de sublemas, haciéndose más ostensible el peso de los aparatos electorales y el reparto de dádivas. Los límites éticos fueron desapareciendo. En su afán de llegar, los sublemas podían traicionar al candidato a gobernador del partido (para entonces llamado “lema”) o los candidatos a legisladores y a concejales del mismo sublema protagonizaban traiciones cruzadas entre ellos mismos.

Por otro lado, cada cuatro años, la cámara comenzaba de cero con integrantes sin experiencia ni conocimiento del cuerpo. Este sistema “made in Tucson” (como solía llamarle un periodista a Tucumán cuando se escapaba de la lógica), alcanzó su máximo rechazo en la elección de 2003. En 2004, una estratégica norma de la Legislatura derogó la Ley de Lemas y generó expectativas de un mejor sistema electoral. Pero rápidamente se vio que el interés oficial buscaba aprovechar el vacío producido a efectos de forzar una nueva reforma constitucional para consagrar la reelección consecutiva del gobernador.

En el tórrido enero de 2006 se llevó a cabo la elección de los miembros de otra Convención Constituyente olvidable. Una aplastante hegemonía alperovichista avanzó con el propósito excluyente de institucionalizar el unicato que regía en la provincia. Para ello no trepidó en abrir la jaula y liberar a los lobos hambrientos de ocupar bancas, al costo que fuera. Así nacieron los acoples.

Sistema que da vergüenza

El ciudadano llega a sufragar y se encuentra con una multitud sentada junto al presidente de mesa. Son los fiscales, cuya mayoría percibe “honorarios” por esa tarea. La millonaria inversion de algunos justifica que se cobre.

El ingreso al cuarto oscuro se demora. Demasiados fiscales para controlar al votante. Cuando al fin llega el momento, si el desprevenido elector no ha llevado en su bolsillo la boleta del acople de su preferencia se va a encontrar con mesas repletas de papeletas. Un votante de la capital deberá buscar entre no menos de 70 listas, con lo que el trabajo de ubicar el voto buscado puede demorar largo tiempo. Si el ciudadano sólo tiene claro el candidato ejecutivo (gobernador o intendente) le resultará casi imposible hallar con facilidad los postulantes legislativos en ese enjambre de boletas y puede terminar votando a cualquiera.

Este es uno de los aspectos más cuestionables del sistema: su falta de claridad, vicio acerca del cual existen varios fallos de la Corte nacional referidos a la importancia de la información al elector.

El fin de los partidos

Conformar un acople exige disponer de un partido provincial, que se arma con mucha facilidad y sin demasiado control por parte de la Junta Electoral Provincial sobre la exigua cantidad de afiliados que se requiere. Según denuncias que se conocieron, muchos de estos “partidos” fantasmas tienen idénticas declaraciones de principios, la misma dirección y hasta igual apoderado. Claramente son entidades fantasmas, estructuras legales ficticias, propiedad privada del titular del acople. A diferencia de ellos, los partidos de distrito (federales) deben cumplimentar un número mínimo de 4.500 afiliaciones que son sometidas a un estricto control por parte de la Justicia Nacional Electoral.

Aquellos “partidos-acoples” unipersonales carecen de vida partidaria y sólo adquieren vida cuando participan en la elección en calidad de acoples de otros partidos. Ante el escándalo, la Legislatura tomó una decisión hipócrita e injusta: eliminó los partidos municipales y comunales, como si ahí estuviera el problema.

El sistema además es gravoso, es caro. Solamente el gasto en papeletas (votos) es enorme. Se sabe que los partidos acostumbran a imprimir una cantidad de boletas equivalente a dos o tres veces el padrón electoral. Ello volvería impracticable el financiamiento de los partidos políticos por parte del Estado y su indelegable rol en sostenerlos. Boletas, fiscales, movilizadores, publicidad de todo tipo, alquiler de autos, bolsones, actividades en el territorio… ¿Cuánto cuesta un acople competitivo, es decir, que sienta legisladores o se acerca a ello? Millones. No importa si el candidato es carismático, popular, trabajador, idóneo u honesto. ¿De dónde se obtienen esos fondos? Otra vez la misma película. Pero estos son temas que mejor no verlos porque hay cosas más importantes.

Hechos invisibles

Cuando se ve un barra brava entrando a la Casa Rosada queda una sensación de que algo no está bien. O estamos flojos de entendederas y no sabemos qué significa una casa de gobierno, o tenemos un problema de visión que nos impide distinguir la diferencia entre un delincuente y un ciudadano común. Si un presidente y la vice presidenta de una Nación se encierran en un despacho de la Casa de Gobierno por los desmanes es señal de que algo no se anda bien y de que hay cosas que no se ven.

Como la decisión es no ver lo que pasa, lo primero que surge es echar culpas. Muy pocos pusieron su atención en develar qué pasa con los barra bravas y por qué tienen tanta autoridad. ¿Por qué puede entrar y salir de la Casa Rosada como “Pancho por su casa”? ¿Por qué a ellos no les pasa nada”. ¿Por qué viajan a ver los mundiales, mientras un gran porcentaje de la población no puede? ¿Por qué tienen entradas “de favor” en cuanto partido se les ocurre ir y a otros les cuesta trabajo comprar ese ticket? ¿Por qué son seres privilegiados? La respuesta es sencillísima. Ellos les hacen favores a los que administran el poder, sean del color político que fuera. Son pequeñas PyME: llenan estadios, hacen trabajos sucios, cubren plazas cuando hace falta mostrar multitudes, pueden dar seguridad, saben cómo disimular la droga y sus negocios, y además son administradores del miedo.

Por eso es mejor mirar para otro lado y no discutir los verdaderos problemas. Alcanza con echar culpas.

Mirada legal sobre lo ilegal

A mediados de mayo, Luis Espinoza fue asesinado por policías de un balazo en la espalda. Todo se concentró en uno de los episodios más vergonzosos de estos tiempos democráticos de “Tucson”. Después de asesinado, la Policía mintió, ocultó y hasta tiró el cuerpo de este ciudadano en Catamarca. El hecho se conoció y avanzó la investigación como era debido. Mientras tanto pasó al olvido que Espinoza venía de ver una carrera cuadrera que estaba prohibida y que se hacía porque la Policía había hecho la vista gorda para que lo ilegal se produjera.

Algo parecido ocurrió años anteriores en la Legislatura cuando dos legisladores fueron delatados por sus excesos con la droga. La Cámara, el gobernador Juan Manzur y el vicegobernador Osvaldo Jaldo se preocuparon por protegerlos, muy afectados por la salud de ambos, pero ninguno de los dos promovió una investigación para cortar una cadena de “dealers” exclusivos con acceso al poder.

Esta semana, Juan Carlos Flores confesó ante LA GACETA que él fue “castigado” por José Gandur, responsable administrativo del Siprosa, cuando denunció irregularidades en el Departamento de Operativo Móvil del Sistema Provincial de Salud. El ex funcionario no dudó en decir que había ñoquis que cobraban y no trabajan y que ese organismo se usaba como búnker político para el legislador Reneé Ramírez y para el concejal José Luis Coronel. Flores también contó que su traslado fue revisado y que hasta el gobernador firmó un decreto para que volviera a su puesto. Sin embargo, no se acató la orden de Manzur. Con ello se infiere que era tan importante este sistema que ni al mandatario provincial le llevaron el apunte.

Sin embargo, la discusión en las esferas públicas va por otro lado.

La lección de las cuadreras ilegales donde se apuesta y la Policía encubre o mata, pero no pone orden, ha fructificado. En los últimos días en algunas comunas se han empezado a realizar partidos de fútbol. No son por el asado y la coca, ni mucho menos por el honor. Buena plata deja a los contendientes e incluso a los espectadores, que realizan apuestas clandestinas. Ahí se va entendiendo porqué consideran que es mejor dejar abierto los casinos y cerradas las escuelas. A esas cosas no se les presta atención porque, al fin y al cabo, son entretenimientos bien pagos de gente que siempre colabora con la política.

De nuevo, vuelve la imagen de un barra brava en la Casa Rosada. ¡Qué importan las culpas! Lo que importa es ver lo que pasa.

La gota que rebalsó el vaso es la creación de una nueva liga futbolera. En el interior, los partidos de la Liga de Los Piratas empieza a hacer furor. Se trata nada más ni nada menos que de equipos de diferentes poblaciones constituidos por jugadores que tienen remises truchos. Nada para asombrarse: trabajos ilegales con todo el riesgo de vidas que están en juego sin que a nadie se le mueva un pelo. Es que ellos en épocas electorales son piezas fundamentales. No hace falta recordar que los electores a veces necesitan que les hagan “cunita de oro” para llegar a las urnas. En estos tiempos pareciera que lo ilegal es invisible a los ojos y fundamental para la subsistencia.

Es que la política ha sido absorbida por ese negocio de los acoples. Este gran emprendimiento productivo genera espacios políticos para ganar plata, no para buscar el bien común de la sociedad. Tanto es así que si calculamos que el promedio de votos por el cual se ocupa una banca es 10.000 (muchos llegan con menos sufragios) la Cámara está representando a unos 490.000 ciudadanos del 1,2 millón de votantes. Son demasiados los que se han quedado sin que nadie los oiga. Es allí donde la política pierde legitimidad. Y se queda mirando el árbol. Y se pierde dentro del bosque.

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