Rituales de despedida: de los “angelitos” a las fotos de los muertos

Rituales de despedida: de los “angelitos” a las fotos de los muertos

Para soportar la muerte de un ser guerido recurrimos a mecanismos personales de entereza, de valentía. Hay otros que son sociales y, aunque parezcan extraños, tiempo atrás eran inevitables. Una mirada retrospectiva sobre hábitos que eran comunes en otra época y que hoy resultan, curiosos o raros, pero siempre respetables.

La muerte siempre estuvo rodeada de rituales y obligaciones. Cuando se hace presente, los allegados ponen a andar el mecanismo del duelo. Sin embargo, el fuerte componente social que tenía se fue perdiendo, sus trámites se fueron volviendo privados e incluso secretos. Hoy, esperamos que un servicio médico se haga cargo del enfermo terminal y pagamos, en cuotas, a una empresa fúnebre para que se ocupe de lo que sigue. El papeleo tiene que ser rápido y la manipulación de cuerpo, invisible. Nos limitamos a recibir condolencias y digerir en la mayor intimidad las primeras horas de la pérdida.

Si es posible, que nadie vea nada y que las palabras sean más bien escuetas. A las emociones lo mejor es administrarlas según grados de intimidad, separando estrictamente los espacios sociales donde expresarlas. Nada peor que un desborde de sentimientos (hoy vergonzantes) en la vida social, que para eso están los amigos muy íntimos. Tiempo atrás, hace unos 70 años, o un poco más, las cosas fueron muy diferentes. Sabemos de ellas por relatos familiares o cuentos populares, los conocemos por estudios paradigmáticos del asunto, como los de Philippe Aries. También lo sabemos por el interés de la antropología y la arqueología. En nuestro medio, no podemos dejar de resaltar el enorme trabajo de rememorar hábitos perdidos que tenía Carlos Páez de la Torre. De aquellas viejas costumbres, algunas causarían sorpresa o directamente rechazo.

Velorios y carrozas

 Izquierda, traslado a pulso del féretro del aviador Benjamín Matienzo. Derecha, carroza fúnebre y comitiva de deudos llegando al cementerio. Izquierda, traslado a pulso del féretro del aviador Benjamín Matienzo. Derecha, carroza fúnebre y comitiva de deudos llegando al cementerio.

Hasta la segunda mitad del siglo XX, el velorio se hacía en la casa, en la habitación del muerto o en la sala principal. No duraba menos de 24 horas y una vez finalizado ocurrían una larga serie de rituales que no podían saltearse. Comenzaba con el acarreo del cajón hasta el lugar del entierro. Las familias pudientes organizaban el traslado del féretro en enormes carrozas negras tiradas por hasta seis caballos. Un paseo que incluía cocheros y acompañantes de librea, guantes blancos y sombrero de copa. Detrás de la carroza principal venían otras más pequeñas, unas con los deudos y otras cubiertas de coronas de flores. En ciertos casos el traslado se hacía “a pulso” desde el domicilio hasta el lugar de entierro. Cuando se trataba de personalidades destacadas, el cortejo se transformaba en un suceso que todos querían ver, y se extendía varias cuadras detrás del féretro. Fue el caso de los sepelios de Lucas Córdoba y de Benjamín Matienzo. En ellos la ceremonia de entierro podía ser larguísima, con discursos eternos. Durante varios días el duelo se anunciaba con crespones negros en los domicilios y se mantenía la puerta entreabierta para recibir los pésames.

En la campaña, una práctica milenaria se conservó hasta los años 60: las lloronas. Eran mujeres que daban muestras exasperadas de dolor. Por lo general recibían dinero por ello. La gente mayor todavía recuerda, en el sur de la provincia, el velorio del agricultor y terrateniente Carlos Correa. Tuvo lugar en el pueblo de Medinas y, en él, un grupo de lloronas se mantuvo llorando por horas, tapándose la cara y hasta tirándose del cabello, al grito de “Ha muerto mi padre”.

Blanco en su pureza

Cuando moría un niño, los rituales cambiaban de color. Las clases pudientes se costeaban una carroza blanca. Los pobres y los campesinos vestían del mismo tono y de flores. Los niños que hubieran muerto antes de su bautismo se acreditaban a estas fiestas. En algunas regiones podían ser niños menores de 10 años. Por ellos no había que demostrar dolor, pues no habían cometido ningún pecado. El velorio se convertía en una fiesta, con música y baile. Presidiendo el festejo, por lo general arriba de una mesa, se ubicaba el ataúd con su paquetito. Rodeado de flores, se le hacían alitas de papel. La tradición ocupa casi todo el territorio latinoamericano, desde México hasta la Patagonia.  “Por ser angelito lo sacaron de la caja y le colocaron alitas y hubo marimba para festejar la ocasión”, dice el guatemalteco Carlos Navarrete. El gran cultor de los mitos nacionales en el cine, Leonardo Favio, recreó en una escena de “Juan Moreira” una fiesta de angelito.

 El velorio del angelito no siempre fue una fiesta, pero al menos implicaba una preparación floral y blanca que se oponía al negro del luto de los mayores. El velorio del angelito no siempre fue una fiesta, pero al menos implicaba una preparación floral y blanca que se oponía al negro del luto de los mayores.

Una costumbre era rodear el cajoncito con un paño con flecos o apenas un manojo de hilos. Servía para que los asistentes, al hacer un nudo entre ellos, pudieran pedir un deseo, que era llevado por el mismo angelito a oídos del cielo.

Recién pintados

Se acomodaba el cuerpo, se lo peinaba, se lo vestía, se lo acondicionaba. Hasta hace 100 años, se retrataba a gente muerta. Algunas pinturas y muchas fotografías mostraban a los muertos como vivos. Bajo el título “Una variable macabra: el retrato de difuntos”, Celia Terán, dedicó algunos párrafos a este tipo de pintura, en particular al pintor más célebre del XIX, Ignacio Baz, quien lo hizo en al menos dos ocasiones.

 Una pintura de Baz retrata, ya muerta, a la señora González Espeche de Colombres. Al lado, dos fotografías post mortem enfocan a una familia tucumana (arriba) y a Domingo Sarmiento (abajo). Una pintura de Baz retrata, ya muerta, a la señora González Espeche de Colombres. Al lado, dos fotografías post mortem enfocan a una familia tucumana (arriba) y a Domingo Sarmiento (abajo).

Para Terán, el pintor no lograba vivificar estos modelos. Todo el esfuerzo escenográfico se derrumbaba en el rostro. “A pesar de la luz que ha implantado en los ojos, su mirada es mortecina y apagada (…) la boca, en pos del logro de una cierta expresión” termina pareciendo un gesto desfigurado, “un rictus”.

Con la fotografía continuó esta práctica, ampliando la clientela y las clases sociales que la solicitaban.

Las fotos de Sarmiento muerto, ya acomodado en su silla en Paraguay, es muestra de una hoy extraña necrofilia gráfica. La fotografía local tuvo lo suyo. En su extenso y reciente ensayo sobre la fotografía tucumana, Darío Albornoz dedica un capítulo entero a este negocio que aún florecía en los 20. Cuenta el autor que el fotógrafo “iba al domicilio” y “preparaba el escenario con pulcritud y en detalle para que el familiar del fallecido tuviera una fotografía que simulaba que aún estaba vivo”.

Luto

Luego de la muerte de un familiar comenzaba el luto. Todo se oscurecía y se evitaban los colores y se prohibían las salidas.

 El luto total de la señoras Josefa Bascary de Aráoz y Cármen Bascary a fines de siglo XIX. El luto total de la señoras Josefa Bascary de Aráoz y Cármen Bascary a fines de siglo XIX.

Recuerda Sara Peña de Bascary: “los lutos eran terriblemente rigurosos. Recuerdo que las casas entornaban las puertas, no se podía salir ni a los balcones. Mi abuela y sus amigas no salían más que para ir a misa. Se cubrían la cabeza con mantilla hasta para andar por la calle. No se podía escuchar música. Como no se podía salir, recuerdo que se estilaba mirar la calle por esas mirillas que tenían las persianas”. Mientras el luto de las mujeres podía durar años y apartarlas por completo de la vida social, los varones luego de algunos días podían seguir su vida normal, vestidos de tonos oscuros y llevando un brazalete y una corbata negra. Cuenta Peña de Bascary que su suegra enviudó en 1938 y hasta que murió, en 1989, llevó luto riguroso. No festejaba ni las navidades.

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