No es la pandemia, estúpido

Mientras la pandemia hace estragos en la salud, en el estado de ánimo, en la economía, en el mundo del trabajo y en las relaciones interpersonales, el resto de los engranajes que configuran la “cosa pública” continúan funcionando. Lo hacen con poco aceite, con rechinar de sus partes, con trabas y hasta con pesadez. Algunos crujen y amenazan con romperse, pero hasta ahora la rueda de las instituciones sigue girando. El problema es que lo hace en el mismo círculo vicioso que la ensucia y dificulta su andar.

La inseguridad galopante es una muestra de ello. El crimen de Ana Dominé azuzó nuevamente a la sociedad y a las autoridades, que cada tanto permanecen como amortiguadas ante tanto hecho delictivo. Parece que el homicidio del padre Juárez pasó hace décadas, que el intento de robo en una financiera de pleno centro fue un sólo un hecho cinematográfico y que el promedio de entre uno y cuatro muertes durante los fines de semana apenas son eso: una ecuación matemática. Sin embargo, es mucho más. Es el signo de una comunidad cada vez más violenta y más desapegada a las normas o, lo que es peor, a las instituciones. Entre el viernes y el domingo últimos se produjeron tres linchamientos contra presuntos delincuentes. Es grave. No lo es sólo por la violencia de esos sucesos ni por el riesgo que significa para las víctimas del atraco o sus vecinos arremeter contra un delincuente (pueden desde resultar heridos hasta terminar presos, porque es un delito). Es un síntoma preciso de una ruptura profunda en el pacto social, como reflexionó el periodista Gustavo Durval Rodríguez. Cualquier comunidad funciona en base a eso, a un acuerdo a partir del cual la ciudadanía relega en sus autoridades el poder -en este caso- de captura y castigo de quienes quiebran las leyes preestablecidas a cambio de buscar una armonía entre quienes vivimos en sociedad. Ese pacto no está quebrado, sino destruido. Una porción importante de tucumanos descree de la Policía y de la Justicia. Siente que ni previene ni protege ni condena al que viola las normas de convivencia. De ahí se explica, en parte, la efervescencia para dirimir los pleitos por cuenta propia. La familia de Ana Dominé, por ejemplo, no hizo hincapié en solicitar, en medio de su dolor, la protección policial ni el consuelo de la Justicia. Se dedicó a rogarle a la sociedad, a los vecinos, que sumen y acerquen pruebas, que aporten datos de los delincuentes y que participen de sus convocatorias para reclamar en la calle por Justicia. Es una situación preocupante, porque la violencia engendra más violencia y Tucumán camina a convertirse en un caldero hirviendo donde habrá una lucha de todos contra todos. O de algunos contra muchos. O viceversa.

Lo ampara la razón al gobernador, Juan Manzur, cuando sostiene que un posible cambio en la cabeza de Seguridad no significaría modificación alguna en la situación de inseguridad reinante. La transformación debe ser hasta el hueso. Se requieren fondos, recursos humanos, modificaciones en la Policía, en la Justicia, en la lucha contra el narcotráfico y el narcomenudeo. También mucha educación, mucha asistencia social y mucho empleo. Son los remedios efectivos que utilizaron en los países que consiguieron bajar sus índices delictivos, en condiciones más adversas que la de Tucumán. Ese engranaje hace un ruido de ruptura, que ni la pandemia puede ocultar: a la cabeza de las preocupaciones de los tucumanos está la inseguridad, por encima de la pandemia y de la economía, según un trabajo publicado la semana pasada por la consultora Meraki.

Con la clase política y judicial dedicados a buscar la forma de salir indemnes del escándalo Pedicone-Leiva, difícil que esas mutaciones de fondo se produzcan para pacificar el Jardín de la República. Si es así, no alcanzaran las flores para llorar las desgracias.

El frente económico también tambalea, entre medio de tornillos flojos que amenazan con trabar la rueda social. El dólar paralelo se dispara de la mano de medidas desesperadas del Gobierno nacional por retener divisas. El efecto no es -ni será- sólo para los “ahorristas”, sino para toda la cadena productiva. Se encarecerán o desaparecerán los productos importados, se retirarán empresas multinacionales (10 ya dijeron adiós estos últimos días, la más publicitada fue la de la chilena Falabella), se ralentizará la liquidación de importaciones, se caerá la producción del campo por desincentivos, se lesionará aún más el poder adquisitivo de los asalariados, se disparará la inflación, se encarecerán servicios y alimentos. Un descalabro mayor al que venía, pero que se disimulaba por la maquinita estatal de hacer billetes y por la propia pandemia. Se avecinan tiempos de vacas flacas, salvo que un milagroso viento de cola acaricie a la Argentina.

La eterna división de los argentinos, hoy bautizada como “la grieta”, también suma complicaciones. Las últimas medidas del Gobierno nacional agitaron nuevamente ese quiebre que por estos lares se radicaliza a extremos de blanco o negro. La crisis policial en Buenos Aires, la situación y las movidas judiciales con el sello de Cristina Fernández, la quita de coparticipación a la Ciudad de Buenos Aires y ahora el megacepo exacerban los ánimos de una sociedad aturdida por el aislamiento y exaltada por la sumatoria de crisis diversas.

No es la pandemia la que desmorona la estructura social del país, sino la debilidad de las instituciones que no poseen cimientos sólidos para soportar un tembladeral de esta magnitud.

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