Panorama Tucumano: las verdades incómodas de Estofán

Panorama Tucumano: las verdades incómodas de Estofán

Qué duda cabe de que el Poder Judicial de “Trucumán” transita por una cornisa cada vez más empinada desde hace años. De crisis en crisis irresuelta, la institución arrastra un lastre de descrédito que caldea el enojo popular. En ese desprestigio tiene todo que ver el movimiento de partidización, y la concepción del organismo de control a imagen y semejanza del oficialismo. Hacia adentro, la erosión de los valores básicos de la Justicia ha generado una estructura privilegiada con rasgos aristocráticos y hasta versallescos. Es un ámbito cuyos planos estratégicos permanecen desconectados de la realidad y de los padecimientos del pueblo. Dice mucho al respecto, por ejemplo, que los Tribunales carezcan de un decálogo ético. En 2014, el ex legislador justicialista y hoy funcionario nacional Marcelo Caponio (sí, el mismo) propuso incorporar esas reglas de conducta ejemplar mediante una ley. En ese momento, la jueza Liliana Vitar, presidenta de la Asociación de Magistrados, reclamó que los compromisos éticos emanaran de su estamento. Nada de ello sucedió. Vitar se marchó a casa con la jubilación beneficiada por el 82% móvil y su esposo, Washington Navarro Dávila, se convirtió en el primer ministro de la Defensa, posición desde la que ascendió discrecionalmente a la hija de ambos y a otros “hijos de”. Invitada a opinar respecto del nepotismo que lastima a la organización judicial, la Asociación de Magistrados encabezada por la camarista Marcela Ruiz guardó silencio.

Callar no es consentir, según Marcelo Billone, titular del Colegio de Abogados. Pero Mario Juliano, el magistrado de Necochea célebre por su lucha por la rendición de cuentas y el juicio por jurados, considera que un juez no puede elegir si habla del nombramiento de parientes, sino que está obligado a hacerlo. El contraste con el mutismo de Ruiz -que, para colmo, ejerce la vicepresidencia primera de la Federación Argentina de la Magistratura- es la expresividad del vocal decano de la Corte, Antonio Estofán. Este ex fiscal de Estado de José Alperovich enfrenta a cara descubierta los temas tribunalicios más urticantes, a diferencia de sus pares; de Navarro Dávila; del “ausente” Edmundo Jiménez, jefe de los fiscales, y de la judicatura y del funcionariado en general. Esa postura desinhibida llama la atención y choca: puede que lo que Estofán diga no caiga bien, o hasta genere rechazo o estupor, pero lo que interesa es que por lo menos contesta las preguntas, y no trata de ser políticamente correcto o de esconder lo que los demás se esfuerzan por disimular.

Este Estofán “en modo pandemia” no sólo blanqueó la versión de que hasta hace nada hubo “padrinos” en el Poder Judicial, y, por añadidura, “ahijados” a los que los vocales les toleraban incumplimientos y cualquier género de iniquidades -como lo atestigua la foja de servicios del prosecretario cesanteado Alejandro Vallejo-, sino que también defendió su facultad de teletrabajar desde cualquier lugar como si estuviese en la provincia y cuestionó que los aspirantes a juez puedan elegir al psicólogo que evaluará su salud mental. Con el mismo tono sincero -o “sincericida”, dirían sus críticos-, el vocal decano manifestó que él “de frente había nombrado como su relatora a su hija” (la abogada litigante María Marta Estofán) porque la consideraba idónea y reunía los requisitos legales. Lejos de maquillar una situación que desde afuera puede verse como una incompatibilidad enorme, además de una confusión entre la familia y el Estado, Estofán aseguró que, siempre que la idoneidad estuviese cubierta, “los vocales eran dueños de designar a quienes quisieran”, sin importar que aquella calidad determinante esté definida por los colegas de los propios progenitores de los funcionarios nombrados. Ocurre que los vocales Claudia Sbdar, Daniel Posse y Estofán se excusaron o no firmaron las acordadas atinentes a sus descendientes. Navarro Dávila, en cambio, rubricó él mismo las promociones de su hija Magdalena Navarro Vitar con prescindencia de que el artículo 8 de la Ley de Procedimiento Administrativo lo obliga a apartarse, como reveló ayer el periodista Federico van Mameren.

La lógica del vocal decano no exhibe fisuras: según recordó, esta costumbre de nombrar a la descendencia en el puesto estratégico del relator -príncipe del foro en el sentido literal- ya existía cuando él llegó al alto tribunal, en 2007. Y mencionó el caso de su antecesor en el decanato, René Goane, quien en su tiempo designó a su hijo, José Goane. Más allá del debate pendiente sobre la expansión descontrolada de las relatorías (camaristas en la retribución, ceros a la izquierda en la responsabilidad) que agitan los que recuerdan que hasta hace no mucho tiempo apenas había una o dos por vocal, en la alusión al caso “Goane” aparece el apego al antecedente que corrió los límites del “dedo incurable de la Justicia”. Hacia 2014, Goane ya había conseguido la hazaña de ubicar a casi toda su numerosa prole en puestos de la Justicia y de otros organismos estatales. Esa vocación benefició a parientes políticos e incluso, en el último tiempo, al círculo de amigos que le hacían la corte. Tal vez sólo la dedocracia de Jiménez y la debilidad por los rugbistas de Tarcos del fallecido Antonio Gandur puedan compararse a la trayectoria de este ex juez supremo: a su lado, los demás devotos de la familia judicial quedan como aprendices de nepotismo.

Aunque parezca mentira, la justificación de Estofán (Goane lo hizo, otros lo hicieron antes, etcétera) es la que las autoridades manchadas por el mal de la parentela y sus entornos repiten en voz baja. A ninguno de ellos se les ocurre que ha llegado la hora de cambiar ese “siempre fue así”. Esta tendencia oligárquica pervive pese a la instalación de los concursos públicos en 2009: si para ser juez, fiscal o defensor oficial en propiedad, y para ascender en la judicatura hay que pasar por numerosos filtros objetivos, ¿cómo se explica que para llegar a los cargos de jerarquía inferior siga funcionando el dedo? En el Derecho se decía que quien puede lo más, puede lo menos. La verdad incómoda es que ni esa coherencia jurídica elemental subsiste en “Trucumán”.

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