El "gravísimo" delito de circular con bicicleta por la Terminal tucumana

El "gravísimo" delito de circular con bicicleta por la Terminal tucumana

Sin razón, la estación de ómnibus prohíbe el ingreso a los ciclistas.

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Hay una clase muy peculiar y extendida de estupidez que consiste en creer que la culpa la tienen los ciclistas. En la década del 30, a propósito del antisemitismo, el escritor alemán Kurt Tucholsky narró una historia que hoy podría entenderse al revés:

-La culpa siempre la tienen los judíos -dijo uno.

-Y los ciclistas -dije yo.

-¿Por qué los ciclistas? -preguntó el otro desconcertado.

-¿Y por qué los judíos? -le volví a preguntar yo.

Por desopilante que le pueda parecer a un holandés, en Tucumán da la impresión de que la culpa siempre la tienen los ciclistas. Hace un par de días fui en bicicleta a la Terminal de Ómnibus con el simple fin de dejar una encomienda. Civilizadamente, después de ingresar por la entrada para vehículos, al llegar a la vereda me bajé y comencé a caminar con mi bicicleta a la par. Llevaba el obligatorio barbijo. Como esta provincia tiene una tasa de robos nada tranquilizadora y mi bicicleta es un poco cara, preferí evitar el peligro de dejarla en el estacionamiento. Lo que me ocurrió a continuación es digno de esas escenas surrealistas de las comedias de Woody Allen.

Como quien pilla in fraganti a un peligroso delincuente, un policía me cortó el paso y me anunció que a la limpia e inmaculada Terminal tucumana no se puede ingresar con bicicleta. Razonablemente, le pregunté por qué, puesto que yo no estaba molestando a nadie. Me dijo otra vez que no podía ingresar con bicicleta y repetimos el diálogo, cada vez más antipatía, durante unos cinco minutos. Entonces el policía pronunció un código numérico por radio y al instante aparecieron dos policías más y un guardia de la seguridad privada y me invitaron a retirarme. Un despliegue de cuatro agentes para que un ciudadano común y corriente no caminara por la Terminal con una inquietante bicicleta a la par.

Finalmente, después de algunos gritos mutuos y una amenaza de detención, tuve que irme refunfuñando y sin haber podido dejar mi paquete de encomienda. Los valientes integrantes de las fuerzas de seguridad se quedaron, por supuesto, satisfechos por haber cumplido con el deber y conservado la ley y el orden en la ciudad.

Parecería que hace falta aclarar que el uso de la bicicleta como medio de transporte urbano les trae innumerables beneficios a una ciudad y a los propios ciclistas. Moverse en bicicleta reduce el nivel de polución del aire y también la contaminación acústica. Los accidentes son muy raros y relativamente felices en el ciclismo urbano: por ejemplo, según el Observatorio de Seguridad Vial de la Ciudad de Buenos Aires, en 2016 hubo 524 siniestros viales con participación de bicicletas (apenas 6 % del total) y una sola víctima mortal. Además, andar en bici es muy barato: resulta fácil imaginar, entre otros, los ahorros en combustible o boletos de colectivo. Y, claro está, el ciclismo es un ejercicio excelente para fortalecer la musculatura y prevenir enfermedades ligadas al sedentarismo, como las patologías coronarias o la diabetes.

Quizá el único argumento que pueden esgrimir los ¿numerosos? antibicicletas es que en general los ciclistas no respetan las normas de tránsito, pero esa no es una prerrogativa de nadie en esta ciudad anómica y caótica. Habría, en todo caso, que mejorar la educación vial. Mientras tanto, también habría que hacer entrar en razón a los funcionarios y ejecutivos que hacen un uso incomprensible y arbitrario de sus facultades burocráticas, como es el caso de las autoridades de la Terminal de Ómnibus, y a los agentes de seguridad, que deberían ocupar su tiempo en tareas que justifiquen los sueldos que pagan los contribuyentes a través de sus impuestos. Por no hablar más de lo beneficioso que sería que el Estado diseñe una ciudad amigable para las bicicletas y promueva su uso.

Porque la culpa no la tienen ni los judíos ni los ciclistas.

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