Por fin desbancamos a Salta

Después de ostentar la desdorosa condición de ser el único distrito de la Argentina donde no regía la norma nacional de capacitación contra la violencia de género, Tucumán finalmente adhirió ayer a la Ley 27.499, sancionada en diciembre de 2018 por el Congreso de la Nación. Lleva el nombre de Micaela García, la joven de 21 años que en abril de 2017 fue violada y asesinada en Gualeguay, Entre Ríos. La víctima del femicidio era una mujer políticamente comprometida con sus convicciones: militaba en el movimiento Evita y (cual perversa ironía que se enrosca en el inconsciente colectivo) en el movimiento Ni Una Menos.

La adhesión no fue total. La ley provincial fija que la autoridad de aplicación será determinada por cada poder del Estado para su órbita. La cuestión tiene críticos y defensores. Los primeros sostienen que el cambio no es menor, porque pautar quién velará por la norma es medular. Decidir que no sea el Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad es ir en contra de una cartera del Poder Ejecutivo Nacional -alegan-; y deja la cuestión en manos de una administración provincial que, precisamente, se resistió a adherir a la Ley 27.499. Finalmente, consideran que Tucumán terminó estatuyendo algo distinto que la Ley Micaela.

Los defensores plantean que la mayoría de las provincias adhirió con modificaciones a la norma, hasta el punto de que Buenos Aires dictó una propia. Advierten que el artículo 1° establece la adhesión a la Ley Micaela, así que, aunque tarde, Tucumán es uno de los distritos con más apego a ella. Y afirman que el único cambio, lejos de diluir la letra legal, agrava la responsabilidad de cada una de las cabezas de los poderes provinciales respecto de su cumplimiento.

Hay, ciertamente, un trasfondo político local alrededor de esta discusión. En las cumbres del poder político advirtieron que, con la adhesión lisa y llana, la Nación designaría un organismo provincial para coordinar tareas. Y si era una cartera del Ejecutivo, tendrían a la Casa de Gobierno capacitando a personal de todos los poderes. En otras palabras, un “padrón” de 120.000 estatales al cual el manzurismo tendría acceso directo y constante. Entonces decidieron que cada institución en su circunscripción es el correcto modo de trabajar. Es que 2023 ya empezó. Arrancó el 10 junio, el día después de la reelección de Juan Manzur y de Osvaldo Jaldo. El año va a durar poco más de 50 meses, eso sí…

En medio de ambos extremos, la adhesión representa un avance. Unos lo consideraran magro; otros, vastísimo. Pero entre seguir al margen de toda la Argentina en materia de formación de empleados públicos contra la violencia de género, e incorporar esa normativa al derecho público provincial, hay un avance.

En todo caso, y más allá de las adhesiones y los rechazos políticos que reciba la decisión del Poder Legislativo, hay algo trascendente: lo que la demora en sancionar la norma dice de la sociedad tucumana.

La expresión

Un año y medio después de su sanción federal, las objeciones que siguió encontrando en Tucumán la Ley Micaela no tuvieron que ver, en rigor, con el contenido de la norma. Los reparos fueron disfrazados de carácter ideológico, pero tampoco es el caso: los formularon radicales y republicanos, y también peronistas, que suscribieron proyectos alternativos y luego retiraron la firma. No eran diferencias políticas, entonces, si existía semejante comunión de rechazos. Lo que hubo, y sigue habiendo, son prejuicios morales, y por ende religiosos, contra todas las políticas de género. Tanto es así que se mete en la misma bolsa a la Ley Micaela junto con las posturas en favor de la legalización del aborto, cuando no tienen nada que ver. La de la interrupción voluntaria del embarazo, si bien es el debate que instala el oficialismo nacional (como antes lo hizo el macrismo), es otra discusión. Los planteos al respecto van por otro mostrador.

Haberse opuesto a la Ley Micaela implica que hay representantes, y miles de representados detrás de ellos, convencidos de que las mujeres no se encuentran en situación de vulnerabilidad en Tucumán. Que no hay un pasado patriarcal, de perenne vigencia, colocándolas en una circunstancia de estructural debilidad. Un ayer largo como la historia, que dejó impreso su huella hasta en el lenguaje doméstico: patrimonio es el conjunto de los objetos en propiedad, que como tales sólo corresponden al “pater”. Matrimonio, en cambio, refiere en su origen a la unión para concebir hijos, que son lo único que pertenece a la madre.

Tanto resabio hay aquí de todo aquello que el Estado provincial es el último vagón de un tren legal movido por la necesidad de que los tres poderes, y sus miembros del primero al último, se capaciten para entender por qué la violencia contra las mujeres termina en muerte. No sólo hace falta conocer procedimientos para recibir denuncias de violencia de género: se necesita comprender a sus víctimas y a sus circunstancias, en todos los sentidos de la expresión.

Lo alarmante es que no sólo la historia y el idioma claman por la capacitación de los funcionarios y empleados públicos tucumanos en la lucha contra la violencia de género: es el presente más urgente el que lo demanda. Esta no es sólo una provincia estragada por espantosos femicidios: es también un distrito donde, el año pasado, toda la cúpula de Seguridad del gobierno de José Alperovich resultó condenada, desde el secretario del área hasta los jefes policiales, por encubrir el asesinato de Paulina Lebbos. Frente al cuerpo sin vida de esa mujer, madre, estudiante, trabajadora, hija, la reacción de las autoridades, según las pericias de Gendarmería Nacional y de la Policía Federal, fue lavar el cuerpo para liquidar toda evidencia, adulterar el lugar donde Paulina fue encontrada, hacer desaparecer las primeras fotos, apretar a quienes dieron con ella para que mientan, y una ardua tarea falsificando actas. La ley Micaela es para esta provincia como el agua que busca a la sed.

Pese a ello, aquí se siguieron resistiendo. Y continúan haciéndolo. Ya no digamos más que Salta es la provincia más conservadora de la Argentina: ellos sancionaron su adhesión a la Ley 27.499 en abril de 2019. Hace más de un año. También estableciendo que la autoridad de aplicación sería local: el Ministerio de Derechos Humanos. No tendremos tantos vuelos ni explotaremos el turismo tan bien como en esa provincia, pero la desbancamos en materia de conservadurismo retrógrado. Por fin la vencimos.

Más allá de que la expresión “ideología de género” ya es en sí misma una entelequia más cercana al sexismo que a una definición semántica entendible, lo cierto es que vincular la Ley Micaela con ese concepto (sea lo que fuere que signifique) equivale a pretender que legislar para proteger la vida y la integridad de las mujeres es una ideología en sí misma. De ser así, ¿cuál es, exactamente, la ideología que se le opone?

La contradicción

En los reparos contra la Ley Micaela, además, salieron a la luz contradicciones estridentes. En nombre de vincular esta norma con la legalización del aborto (por prejuicio, por mala intención, o por ambas razones), quienes reivindican principios valiosos como defender la vida, toda vida, las dos vidas, se opusieron a la vez a una ley que capacita a los agentes del Estado en la protección de la vida de las mujeres y en la erradicación de cualesquiera formas de violencia contra ellas.

Según el principio de no contradicción, dos juicios opuestos pueden ser uno verdadero y el otro falso; o puede resultar que sean falaces los dos. Pero ambos nunca serán veraces. De ello, y alrededor de los mismos prejuicios, se sigue viendo mucho en Tucumán. Cuando de manera democrática y republicana el Senado de la Nación rechazó por mayoría la media sanción que Diputados había dado al proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo, los sectores de los pañuelos azules planteaban que la opción anterior al aborto era la educación sexual. Tucumán, sin embargo, sigue sin una Ley de Salud Sexual y Reproductiva. La contradicción local hasta ahora sólo genera juicios falsos. Si no quieren a las mujeres, por lo menos ténganles respeto.

La civilización

El absurdo de pretender que la protección de las mujeres es “una ideología de mujeres” que se intenta imponer por la fuerza, en todo caso, denuncia que entre nosotros la misoginia no es latente, sino manifiesta: la protección de las mujeres debiera ser un axioma universal tan consagrado en nuestra sociedad que su sola mención resultase una obviedad. Proteger mujeres no puede ser una elección. No puede ser una ideología, ni un ideal, ni una idea. Debe ser realidad. Debe ser no un valor de época, sino un cimiento de nuestra civilización. De lo contrario, la modernidad es un espejismo, porque jamás abandonamos la Edad Media.

Sin embargo, consagrar una conciencia colectiva en torno del odio persistente contra las mujeres, y de la vulnerabilidad en la que ellas están como consecuencia de lo anterior, sólo ha sido posible por medio de la lucha. Es decir, en el plano de los hechos (y de los más horrorosos), la mujer no tiene derecho a una vida plena, digna y libre, sino que tiene que pelear por ello. Más aún: tiene que luchar para que haya leyes que lo digan.

La declaración

Hace apenas unos años, ni siquiera a una generación de distancia, las mujeres sufrían acosos de toda índole, en el trabajo, en las universidades, en las calles y hasta en sus familias, y los únicos caminos eran el silencio o el destierro. Era mejor callarse: ese era el consejo que se daba y no era malintencionado: atendía a las consecuencias que en esa realidad espantosa implicaba hacer público el escarnio: denunciar era peor. La estigmatizada era la mujer (si no era una “loca” entonces era una “provocadora” o una “cualquiera”), mientras que al acosador le pasaba nada. Impunemente nada. Hoy está empezando a dejar de ser así. Ahora hay denuncia y hay castigo. Pero la violencia contra la mujer dista de haber sido erradicada. Aún hay casos oprobiosos en las clases pobres, que en algunos casos se callan por temor y en otros terminan en las comisarías. Y hay casos dramáticos en las clases medias, que se maquillan por vergüenza o terminan en Tribunales. Y hay casos infernales en las clases altas, que se niegan por tradición o terminan en el psicólogo.

La Ley Micaela, precisamente, es una norma profundamente declarativa. Hay un segmento de la Constitución Nacional que hace patente un pasado de dictaduras monárquicas y de anarquías criollas (y, qué tragedia, de genocidios que iban a venir): había que romper mediante la organización de una Nación y la consagración de “Declaraciones, derechos y garantías”. Gracias a que desde 1994 les otorga jerarquía constitucional a los tratados internacionales, la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (Cedaw, por sus siglas en inglés) es un imperativo de nuestra Carta Magna.

De la misma manera, la Ley Micaela viene a denunciar que estamos inmersos en una descomunal tragedia social, que tiene a las mujeres como víctimas; y viene a decir que una manera de superar esa abominación es la capacitación.

Es una ley para hacerse cargo del problema: estamos muy mal todos (no sólo las mujeres) y hay que formarse para ser mejores. Y ese no es un principio axiológico, sino una certeza operativa: necesitamos que nos muestren qué está mal para dejar de persistir en el error y para que empecemos a hacer las cosas bien. Seguir haciendo “las cosas mal” es inadmisible: hay mujeres siendo asesinadas detrás de ese eufemismo.

Ayer, atrasamos un poco menos. Lo que los poderes del Estado hagan con la Ley Micaela dirá si avanzamos algo.

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