15 Marzo 2020

Por Emilio Fernández Cicco

“La gran prueba del viaje espiritual no es ir ni permanecer ni lo que uno descubre, ni el amor o la sabiduría del maestro. La gran prueba es volver. Volver, y que a ese tesoro no lo consuman la llama viva de la rutina y la idiotez nuestra de cada día.

Para que eso no suceda, volví a casa y decidí saltar sin red. Saqué mi vieja ropa del ropero y la regalé a mis amigos: las camisas hawaianas inspiradas en el periodista Hunter Thompson, el jean rojo que tanta alegría me había dado, los pantalones escoceses que me hacían ver tan moderno.

Nada quedó.

En su lugar, puse en fila un puñado de camisas monótonas y unos pantalones de tiro largo que parecían tristísimos. Junto a ellos, unos chalecos que traje de Chipre. En el cajón, media docena de gorros islámicos.

-Papá, si no te sacás eso de la cabeza no quiero ir con vos.

Eso me dijo mi hija, mientras nos preparábamos para ir en bicicleta a la escuela.

-A mí me gusta este gorro. ¿Cuál es el problema?

-Me da vergüenza.

Fue dura la vuelta. La cotidianeidad de la conversión en el mundo a contramano.

(...) -Heil Hitler. El chico me dijo Heil Hitler. Piensa que soy judío. Mi conversión despertó prejuicio por partida doble: en un pueblo cristiano y conservador, la gente no sabía si era musulmán o rabino. Por las dudas, me endilgaban ambas cosas.

-Ey, Papá Noel.

-Ey, Bin Laden.

-Ey, judío.

-Ey, bomba.

Siendo parte de una religión tan cuestionada en los medios, sentí que debía, antes que nada, informarme. Leí pilas de libros sobre islam y la vida del profeta Muhammad. Desde hace nueve años, aprendo árabe para poder, algún día, leer el Corán y los textos clásicos en idioma original. Y cada vez que veía un erudito, lo llenaba de preguntas”.

* Fragmento.

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