“Jujuy es Bolivia” y otros etnocentrismos de la política salvaje

“Jujuy es Bolivia” y otros etnocentrismos de la política salvaje

El etnocentrismo ha sido noticia esta semana en la Argentina. La locutora Elizabeth Vernaci sostuvo que la provincia de Jujuy es, en realidad, Bolivia y se levantaron justificadas oleadas de indignación en su contra. Por supuesto, la afrenta no radica en destacar las similitudes con el país plurianacional con el que se comparte frontera. Por caso, el primer gobernante no español que tuvieron estas tierras cuando en 1810 la Revolución de Mayo inicia el proceso emancipatorio que culminó con la Declaración de la Independencia de 1816 era, considerando el actual mapa político, boliviano: Cornelio Saavedra había nacido en 1759 en Otuyo, hoy departamento de Potosí.

A las profundas imbricaciones históricas de los hermanados tiempos de las provincias unidas, además, se suman, hechos difíciles de mensurar pero fáciles de comprender, como el hecho de que el NOA tiene más costumbres en común con Bolivia que con Buenos Aires; así como los porteños han de tener conductas más similares a las de los uruguayos que a las de los mendocinos; y los cuyanos deben compartir más comportamientos afines con los chilenos que con el NEA, donde seguramente están más compenetrados con hábitos paraguayos y brasileños que los neuquinos. Entonces, la ofensa no está en equiparar Jujuy con Bolivia, porque en ese caso el enojo sería etnocentrista. ¿Si la comparación era con Holanda no había inconvenientes? Lo lesivo por parte de Vernaci (y de quienes con patetismos y miserias profundizaron el destrato para tratar de atenuar la injuria) consistió en negarle condición de argentinidad a Jujuy. Allí se ve operar el etnocentrismo: concebir que sólo lo que coincida con patrones considerados “universalmente” válidos es parte de la “comunidad”. Las “diversidades” culturales, socioeconómicas o étnicas, son “los otros”.

El etnocentrismo es una clase particular de sociocentrismo, para decirlo como en el título del ensayo de María Cristina Chiringuini y de Mariana Mancusi. El sociocentrismo es la categorización de lo propio que nos identifica y también de la alteridad que conforma lo diferente. En ese centrismo social hay reivindicación de los valores del grupo al que se pertenece y juicio negativo hacia lo de “afuera”. “Las ideas preconcebidas, los prejuicios, las arrogancias, la descalificación forman parte de las incomprensiones que generan los sociocentrismos”, sostienen las autoras.

Las investigadoras distinguen tres clases de sociocentrismos: el clasismo (la valoración centrada en la clase social), el nacionalismo (al servicio de un poder estatal que irradia influencia hacia adentro y afuera de una nación) y el etnocentrismo (referente a un grupo social caracterizado por una cultura).

La cultura arraigada

El etnocentrismo es centrismo cultural y consiste en considerar explícitamente a una cultura o a un área cultural (por ejemplo, la porteña) como parámetro general a partir del cual valorar las otras culturas. Hay etnocentrismo cuando se considera que la cultura de “los otros” se aleja de “nuestras” normas, paradigmas o intereses, por lo que se la categoriza como “rara”, “anormal” o “patológica”. “Esta conducta tiene por principio la no aceptación de la diversidad cultural desde la igualdad, siendo los modos más habituales en que se manifiesta la ignorancia, el desprecio y el lenguaje despectivo en la descripción o interpretación de los otros”, anotan Chiringuini y Mancusi.

El etnocentrismo no es una postura ni un discurso, sino que es la naturalización de los propios juicios de valor y de las propias prácticas. Y en esa naturalización se universaliza: no hay conciencia de que se saluda, se viste y se come sólo porque esos son, apenas, los estilos de una cultura determinada. En cambio, las costumbres “ajenas” son percibidas con toda claridad. Y con absoluta extrañeza.

La historia está atravesada de etnocentrismos. Como la idea de que Europa “descubrió” a América o la concepción de que los habitantes originarios de este continente eran “salvajes”. “El bárbaro es sobre todo el hombre que cree en la barbarie y cree poder hacer legítimamente violencia al prójimo basándose en sus propias y justas creencias”, sentenció Claude Lévi-Strauss en La mirada distante.

Chiringuini y Mancusi advierten que los procesos de colonización cultural anglosajona también tuvieron una fuerte carga etnocentrista, sobrevalorando prácticas y conocimientos impuestos coercitivamente en nombre del “progreso”. Lo exhibe Benjamin Franklin en sus “Observaciones en relación a los salvajes de Norte América”, escrito en 1774 (y citado por las autoras), en el cual los indios representantes de las Seis Naciones iroquesas responden al ofrecimiento del Gobierno de Virginia de costear los estudios de seis jóvenes de esas comunidades en una universidad.

“Estamos convencidos de que ustedes quieren hacernos un bien con su propuesta y se lo agradecemos desde el fondo de nuestros corazones. Pero ustedes, que son personas sabias, deben saber que naciones distintas tienen distintas concepciones de las cosas. (…) Varios de nuestros jóvenes fueron en alguna ocasión instruidos formalmente en las ciencias de los hombres blancos, pero, cuando regresaron con nosotros, ellos eran malos corredores, ignorantes de cualquier forma de sobrevivir en los bosques e incapaces de soportar el frío o el hambre. No sabían cómo construir una tienda de campaña, cómo cazar un venado o cómo matar a un enemigo. Hablaban incorrectamente nuestro idioma y, por todo esto, no fueron aptos para ser ni cazadores, ni guerreros, ni consejeros. Ellos eran totalmente buenos para nada. (…) Pero para demostrar nuestro profundo agradecimiento (con la oferta universitaria), si los señores de Virginia aceptaran enviarnos una docena de sus hijos, nosotros nos encargaremos con sumo cuidado de su educación, los instruiremos en todo lo que sabemos y haremos de ellos unos hombres de verdad”.

La mundialización de la economía de mercado y la globalización también se sostienen sobre proyectos de desarrollo sustentados sólo en los modelos de potencias denominadas nada menos que “primer mundo” (el resto son de segunda o de tercera), pero el etnocentrismo no es capital sólo del capitalismo occidental. En su libro Tercer mundo. Una nueva fuerza vital en los asuntos internacionales, Peter Worsley da cuenta de que en el siglo XVIII, China no tenía un área de Relaciones Exteriores porque el “Imperio Celeste” se consideraba a sí mismo como la civilización, de modo que el resto de la humanidad era barbarie. Para mayor explicitación, cita una carta del emperador Ch’ien Lung al “potentado bárbaro” Jorge III, de Inglaterra, en la cual declina el ofrecimiento de nombrar un agregado comercial británico. “Nuestro Imperio Celeste posee todas las cosas en abundancia prolífica y no le falta ningún producto dentro de sus fronteras -escribió el emperador-. Por tanto, no hay ninguna necesidad de importar las manufacturas de los bárbaros de fuera a cambio de nuestros propios productos”.

La historia negada

El etnocentrismo y el poder no son parientes lejanos. Y la Argentina, además de confirmarlo, lo profundiza. Porque aquí, el etnocentrismo no está dirigido contra otros países ni contra otras naciones. Aquí, “el otro” es otro argentino.

El fenómeno es tal que se encuentra por afuera del abanico de variantes entre dos extremos que Alejandro Grimson sintetiza en su libro Interculturalidad y comunicación: de un lado Estados Unidos, que podría resumirse en la fórmula “son todos iguales, pero no viven todos juntos” (hay “guetos” latinos, afroamericanos, orientales, blancos...); y del otro, Brasil (viven todos juntos, en contextos de desigualdad extrema). En la Argentina pasa otra cosa.

Aquí, la vocación por poblar el territorio con inmigrantes europeos motivó la construcción del mito de un país sin diversidad étnica. La historiadora tucumana Jovita Novillo ha plasmado ese contraste en sus investigaciones sobre los censos de población. El de 1778 registra en Tucumán 3.166 blancos (15,7%), 4.609 indios (20%) y 12.869 negros y mulatos (64%). El “Informe Malaspina”, del año siguiente, distingue entre negros, mulatos y mestizos. El de 1812, encargado por el Primer Triunvirato, da cuenta de blancos y españoles, indios, negros, zambos y mulatos. Después, todo cambió. Las elites de finales del siglo XIX y la del siglo XX querían una “Argentina blanca” porque hacia allí apuntan las políticas inmigratorias, ilustra Novillo. “Y para ‘blanquear’ la población, en los censos nacionales se dejó de preguntar cuál era la etnia de procedencia -contrastó-. De modo que en los registros de los habitantes, los sectores que eran denominados como ‘negros’, ‘pardos’ o ‘morenos’ pasan a una denominación ambigua: la de ‘trigueños’”.

Tan eficaz fue este constructo del poder que este es un país con legiones de ciudadanos que se preguntan “qué pasó con los negros” de los tiempos de la colonia, en evidente incapacidad para reconocer que se mestizaron entre nosotros: están aquí. Buena parte de nosotros somos su descendencia.

La prosperidad conjurada

El precio a cambio de ser un país sin conflictos raciales fue la consolidación de un país estragado por los antagonismos. Los argentinos construyeron “el otro” con otros argentinos. Peronismo vs. radicalismo, River vs. Boca, macrismo vs. kirchnerismo, Atlético vs. San Martín, el puerto vs. el interior. Vernaci sólo abreva en la naturalización del antagonismo: según ella, Jujuy es “el otro”.

El agravante es que el etnocentrismo no se reduce a expresiones poco felices en algunos medios de comunicación (y de algunos personajes que podrían formar la “Agrupación Justificamos Todo”). Su lógica impregna no sólo el debate político, sino la cultura misma de los gobiernos argentinos. Los peronistas se presentan como los únicos que “pueden gobernar” el país y como los bomberos que vienen a rescatar el país de los incendios de las gestiones de signo opositor. Los no peronistas, por el contrario, declaran que el justicialismo sólo sabe “fundir al Estado”, por lo que cuando se van del Gobierno otros deben pagar “la cuenta” del populismo. En este esquema, todo gobierno desanda el camino del anterior. Aquí, las “políticas de Estado”, que deberían atravesar décadas, duran apenas cuatro años. Lógicamente, en este país sin planificación posible, 30 días es largo plazo.

Es tal el grado de etnocentrismo en la política que “el otro” ni siquiera es un “bárbaro” o un “salvaje”: directamente, se le niega toda condición de humanidad. Hoy, “Macri gato” y “Cristina yegua”, así como antes fue “Illia tortuga” y, con eterna omnipresencia, un colectivo de “gorilas”. ¿Por qué habría que albergar la menor esperanza de prosperidad en un país partido al medio, sin otro reconocimiento por el adversario más que la animalidad?

Aquí, según una prédica, los pobres son “el otro” para el que gobierna un movimiento que se dedica a financiarlos y a multiplicarlos, pero nunca a rescatarlos; mientras que para la otra “campana”, los ricos son delincuentes dedicados a fugar capitales al amparo de gobiernos de millonarios a los que no les importa el pueblo. El resultado (tan trágicamente inevitable como implacablemente lógico) es que cuando cada cual llega al Gobierno se dedica a desmantelar todo lo que ha construido al anterior. Es así, y seguirá siéndolo, porque no se trata de diferencias en los procedimientos, sino de antagonismos en las naturalezas de la concepción de la política y del Estado.

No hay progreso posible en el escenario absurdo donde un Gobierno (sea cual fuere) sólo debe ocuparse del bienestar de la mitad de la sociedad.

El atolladero es estructural. Las declaraciones de la locutora según las cuales “alguien tiene que decir” que Jujuy no es parte de la Argentina sino de Bolivia expresan, en la literalidad de la afirmación, la naturalización del etnocentrismo: su semántica pretende que esa es una verdad que nadie se anima a contar. Demasiados elementos como para no generar un escándalo. Y para escandalizar, incluso, a los que han naturalizado que quienes no piensan como ellos “no quieren al país”, “parecen no ser argentinos”, “son cipayos”, “antipatrias”…

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