En Amaicha, el burro es el principal sospechoso de la masacre de los cardones

En Amaicha, el burro es el principal sospechoso de la masacre de los cardones

Las heridas detectadas en el tronco de esa flora autóctona y la caída de ejemplares alarma a los amaicheños. “Si no detenemos la matanza, tendremos un cementerio de cactus. Estamos perdiendo nuestro paisaje”, advirtió Segura, secretario de la Comuna

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Basta la visión de un cactus para dimensionar la magnitud del daño perpetrado a la flora icónica de los Valles Calchaquíes. Ese ejemplar es el llamado “cardón abuelo”, cuyo porte majestuoso lo distingue de sus congéneres: su singularidad, su valor estético y su longevidad no lograron protegerlo de los atentados cometidos contra el patrimonio natural de los cerros tucumanos que desembocan en Amaicha. El “cardón abuelo” presenta heridas e incisiones en la base, como si alguien pretendiese extraerle el corazón. Es un espectáculo espeluznante. La corteza reseca, dura y amarilla del tronco contrasta con las extensiones verdes, flexibles, espinosas y abigarradas. En el centro de la zona dañada hay huecos que remiten a las facciones de un monstruo. Al menos cinco siglos de vida tiene esta joya del orden vegetal: resistió a todo, pero puede perecer en la masacre atribuida principalmente a la barbarie del burro.

Los daños detectados en la piel y el cuerpo del “cardón abuelo”, que está ubicado antes de llegar a Ampimpa, sobre la misma ruta 307, aparecen agravados en las plantas situadas en la zona de influencia de la escuela Manuela Pedraza, a la altura del kilómetro 102. Casi no quedan cardones sanos. Todos los que pueden ser divisados en la parte baja de las cumbres presentan deterioros de mayor o menor calado en el segmento que va desde el ras de la tierra hasta el comienzo de las ramificaciones. El paisaje luce diezmado: los “pies” de los cardones son puro “hueso”, y los otrora magníficos exponentes del clima árido parecen espantapájaros a punto de sucumbir. De hecho, varios ya cayeron y, cual testimonio de su existencia, quedan aquellos restos que no pudieron ser aprovechados como madera.

“Si no detenemos esta matanza, pronto tendremos un cementerio de cactus. Estamos perdiendo nuestro paisaje”, alerta Federico Segura, secretario general de la Comuna de Amaicha del Valle, miembro de la Comunidad Indígena y emprendedor. Este lugareño lleno de mundo (vivió en Europa) lleva años preocupado por el ataque a los cardones: cuenta que tocó muchas puertas en el Estado, en especial las de la Dirección de Flora, Fauna Silvestre y Suelos de la Provincia, con resultados desalentadores, hasta que, por medio del programa Tucumán Mascotas que desarrolla la Secretaría General de la Gobernación, encontró interlocutores dispuestos a contrarrestar el desmadre de los burros, que son la “cara visible” de la ejecución del desastre. Estos asnos se “salvajizaron” luego de haber perdido su condición de animal de carga y de transporte como consecuencia del avance de las motos, según Segura.

Abandonadas a su propia suerte; deshabituadas a la rutina del corral y reproducidas al tuntún, las manadas honraron la acepción descalificadora de su nombre y aprendieron a alimentarse de la capa del cactus al alcance de sus hocicos herbívoros. Nada pudieron hacer las espinas de cuatro a 15 centímetros para repeler este festín con reminiscencias a la campaña del desierto. Los burros devoran al cardón como si este fuese un choclo. Mientras señala las huellas de los bocados en un tronco caído, Segura corta con las manos un trozo de la “carne”, la degusta y la convida: es blanda al paladar y sabe amarguísima.

Cómplices del hacha

Los burros andan al acecho y rebuznan ante la presencia de “intrusos” que analizan su acción letal, devastación a la que, en estado avanzado, se suman los rebaños de cabras que pastan en la zona. Sería relativamente fácil agarrar los animales y alejarlos de los cardones. Segura despliega tres opciones: la castración y vacunación a los fines de una mudanza a lugares donde puedan recuperar una dieta amigable con el ecosistema, como Córdoba; la transformación en materia prima para mortadela o el “rifle sanitario”. El activista amaicheño espera que esta publicación sirva para que algo pase de inmediato. Quizá contiene el impulso de hacer “justicia por mano propia” ante la compasión que le genera el destierro del burro de los hogares de la serranía que lo cuidaban y lo alimentaban, y que hoy se valen de las motos, un “progreso” generador de abundantes retrocesos y perjuicios. “El burro se volvió agresivo con el ambiente porque se quedó sin casa”, apunta nostálgico. Sin querer, confirma la sabiduría del dicho que pontifica que “a burro viejo no se le cambia el pesebre”.

La realidad es que no hay certeza de que el exterminio de los cardones vaya a concluir con el apartamiento de su fauna depredadora. Una teoría sugiere que los burros simplemente son cómplices de quienes comercian con la madera. Segura, que conoce el área de pe a pa por haber vivido allí, acota que él vio tajos propios del cuchillo o del hacha, operación que podría facilitar la faena de los asnos, quienes sólo ingieren las capas superficiales. El procedimiento ayudaría a acelerar la exposición y el endurecimiento de las porciones usadas para elaborar muebles, adornos y otras artesanías. Las marcas dejadas por la motosierra y la colocación de maderas en un depósito circular armado con piedras alimentan esta hipótesis. “En Amaicha en teoría hay un sólo artesano habilitado por el Estado para trabajar con el cardón. No hay conciencia sobre el daño ambiental que produce su comercialización”, denuncia.

También está abierta la posibilidad de que los cactus sean víctimas de un hongo o de una peste transmitida o no por los burros. Sea como fuere, es tangible el riesgo de que se extingan y de que las generaciones venideras sean privadas de la fascinación que despierta su estampa de candelabro. Esa pérdida no sólo sería terrible desde el punto de vista cultural, natural y escenográfico, sino que clausuraría por completo la posibilidad de entender la lógica de la población de cardones, que están agrupados en las proximidades de asentamientos indígenas emplazados bajo los 3.000 metros sobre el nivel del mar. Una explicación para esta ubicación “caprichosa” es el consumo por parte de las tribus de la pasacana, el fruto del cardón que cuelga de sus terminaciones, y que por fuera se asemeja a la tuna y, por dentro, al kiwi. La dispersión de las semillas contenidas en ese alimento con propiedades extraordinarias habría dado como resultado la forestación actualmente en riesgo.

Como las ballenas

El cardón puede superar los 12 metros, pero su crecimiento ocurre a paso de hormiga: en los primeros 30 años apenas llega a los 25 centímetros mientras que a los 60 alcanza los 100 centímetros y a los 120 años ronda los 500, según un estudio del científico Stephan Halloy publicado en 2008, que fue elaborado con la colaboración de la Fundación Miguel Lillo y la Universidad Nacional de Tucumán. Esta investigación (titulada “Crecimiento exponencial y supervivencia del cardón en su límite altitudinal [Tucumán, Argentina]”) tuvo lugar entre 1982 y 2005 a partir de la observación de 21 cactus ubicados en las inmediaciones de El Infiernillo (kilómetro 96 de la ruta 307). Halloy concluyó que el tiempo largo requerido para la reproducción de la planta y la baja producción de la semilla ponían en duda su conservación en función del aprovechamiento humano de la madera y la modificación del hábitat. Hace 12 años, el autor recomendaba “un manejo cuidadoso” del cardón a los fines de su sostenibilidad.

“Necesitamos con urgencia que los académicos y los equipos del Lillo vengan a ver qué está sucediendo, y aconsejen estrategias para impedir la eliminación de nuestro árbol”, apunta Segura.

Es un SOS entendible en función de las circunstancias. Debilitados como están, los cactus a duras penas enfrentan la embestida del viento. Son gigantes venidos a menos, que aguardan con estoicismo que haya un “salvemos a los cardones” así como hubo un “salvemos a los ballenas”.

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