El mal que engendra fascinación

El mal que engendra fascinación

Un hecho extraordinario sacude la monotonía de una comunidad.

 reuters reuters
08 Diciembre 2019

NOVELA

EL ARCHIPIÉLAGO DEL PERRO

PHILIPPE CLAUDEL

(Salamandra - Barcelona)

Hay una línea que une El archipiélago del perro con el resto de la producción de Philippe Claudel. En sus relatos y novelas el trabajo minucioso con los olores, las descripciones estrafalarias y la colección antológica de personajes conforman una estética, una forma de percibir y pensar la realidad. Philippe Claudel ha sabido capitalizar y enaltecer estos rasgos y focos en su poética.

Olores y personajes: se trata de dos marcas notorias y destacables. Tanto el Médico, el Maestro, la Vieja como el Comisario y los muertos hallados en la playa están asociados a olores y a sonidos. Como si los personajes fueran piezas wagnerianas que producen y siguen un leit motiv olfativo y sonoro, en El archipiélago del perro cada uno de ellos deambula en ambientes y atmósferas kinestésicas. El Médico es un personaje flaubertiano, un lector asiduo que percibe cómo los versos del Inferno dantesco permanecen inalterables a diferencia de las frágiles cosas que se fugan y mueren. El Cura, memorable, tiene una teoría de la existencia de Dios en relación con las abejas y la miel: el zumbido real produce un ronroneo metafísico; el Maestro realiza una investigación sobre las mareas para descubrir la procedencia de los cuerpos muertos de tres africanos que han aparecido en la isla: su pesquisa está atravesada por el fétido hedor de los últimos días. Los personajes de Claudel son inolvidables porque encarnan tipos simpáticos y aborrecibles. Esos universales son, a la vez, curiosamente, individuos que se mueven por pasiones particulares y por intereses anómalos y humanos. Las contradicciones no conforman una extrañeza si no que, en todo caso, son una manera de pensar el fenómeno humano en nuestro tiempo.

La anécdota es sencilla y clara: tres cuerpos muertos aparecen una mañana en la playa de la isla. El Alcalde, junto con los esbirros sumisos, decide enterrar en secreto los cadáveres. El único que sospecha de la operación y manifiesta curiosidad por la operación del Alcalde es el Maestro. Este será acusado de violar una niña: la acusación vendrá de parte del Acalde, quien lo considerará una amenaza. El Médico urdirá un plan siniestro para acabar con su oponente.

Pasión muy humana

Philippe Claudel es hábil narrador para producir suspenso. Y administra los enlaces de manera justa para representar el mal bajo las formas más claras, contundentes y menos abstractas. Es decir, el mal en El archipiélago del perro no es una fuerza ciega que arrastra a los personajes a la locura sino una pasión demasiado humana que produce fascinación y, a veces, un curioso encanto. ¿Por qué el Maestro quiere indagar en el origen de los cadáveres? ¿Por qué el Alcalde desea ocultar los cuerpos? Acaso ambos forman los exergos de una única moneda, esa condición humana desencantada, decadente, hundida en el letargo irrebatible de los últimos tiempos. No es que Philippe Claudel se refiera en sus libros, de modo abierto, al capitalismo tardío. Sin embargo, sus personajes remiten, sin pestañeos, a la banalidad del mal y a los escarceos de la realidad que nos circunda. Ni minimalista ni simbolista, Claudel atrapa, en las redes y en los personajes, los rasgos de la humanidad en la luz de los tiempos crueles.

La novela no es una fábula pero puede ser leída como una fábula: un cuento negro para adultos, aquellos que rápidamente captan el olor del mal y la infelicidad que ronda como una abeja idiota y atea. Los muertos vienen de África y leemos en esos cuerpos tristes la siniestra escena de los refugiados del presente y de los abandonados en el pasado, en el futuro.

Como en Almas grises, La nieta del señor Lihn, El informe de Brodeck y Aromas, en El archipiélago del perro los personajes se enfrentan no solo a los conflictos morales sino, sobre todo, a ellos mismos. En esta novela filosófica, importa menos el final de los acontecimientos que el modo en que la peripecia, las descripciones, los olores, los rencores y la extraña abulia impregnan los cuerpos y las decisiones.

© LA GACETA

FABIÁN SOBERÓN

PERFIL

Philippe Claudel (Nancy, 1962) ha sido profesor y guionista de cine y televisión. Entre otras distinciones, recibió el premio France Télévision por J’abandonne, el Bourse Goncourt de la Nouvelle y el prestigioso Premio Renaudot. Claudel ha escrito y dirigido también dos largometrajes: Hace mucho que te quiero, galardonado con dos premios César, y Silencio de amor. Claudel es miembro de la Académie Goncourt.

El archipiélago del perro *

Philippe Claudel

La historia transcurre en una isla.
Una isla cualquiera. Ni grande ni bonita. No muy alejada del país del que depende, pero que la olvida, y próxima a un continente distinto de aquel al que pertenece, pero al que ella ignora. Una isla del Archipiélago del Perro.
Cuando observas el archipiélago en el mapa, al principio el Perro no se ve. Se esconde. Los niños intentan descubrirlo. A la maestra, a la que ya entonces apodaban la Vieja, la divertían sus esfuerzos y después, cuando dibujaba el contorno de la cabeza con el puntero, su sorpresa. De pronto, surgía el Perro. Los niños se asustaban. Con él ocurre como con ciertos seres cuya verdadera naturaleza no sospechas cuando empiezas a tratarlos, hasta que un día te saltan al cuello. El Perro está ahí, dibujado en el fino papel. Con las fauces abiertas y mostrando los colmillos. Dispuesto a despedazar una larga y pálida inmensidad de color cobalto, salpicada en el mapa de números que indican  las profundidades y flechas que representan las corrientes. Sus mandíbulas son dos islas curvadas, su lengua también es una isla y sus dientes, puntiagudos unos, macizos y cuadrados otros y afilados como dagas unos terceros, son lo mismo: islas. Aquella en la que sucede la historia, la única habitada, está al final de la mandíbula inferior. Al borde de la inmensa presa azul, que no se sabe codiciada.
La vida de la isla viene del volcán que la domina y lleva milenios vomitando sobre ella lava y escorias fértiles. Lo llaman el «Brau». El nombre suena bárbaro. Antaño asustaba a los niños, cuando los gritos y las risas de éstos llenaban la isla. Ahora el Brau digiere, tras su último ataque de cólera. Por lo general, el cráter permanece oculto bajo un edredón de brumas. Duerme una larga siesta. Suelta algún eructo de vez en cuando. Unos cuantos ruidos sordos. Los gruñidos de un durmiente que se estremece y se revuelve en sueños. El resto del esqueleto del Perro es una multitud de islotes, la mayoría de ellos tan diminutos como las migas de pan que quedan en el mantel después de comer. Desiertos. La que vamos a descubrir, en cambio, conoce el martilleo de la sangre de los hombres. Es como un pedazo de mundo olvidado en el azul del mar. Seguramente, al principio, en tiempos de los fenicios, habría allí un asentamiento de pescadores, descendientes de piratas y ladrones que arribaron a la isla haciendo cabotaje o huyendo con su botín.

* Fragmento.

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