La inclinación oriental en Borges

La inclinación oriental en Borges

La complacencia del autor hacia ideologías exóticas se encuentra demarcada en sus cuentos, tanto como en sus declaraciones y en ¿sus recuerdos?

25 Agosto 2019

 Por Mónica Maud

PARA LA GACETA - SANTIAGO DEL ESTERO

Jorge Luis Borges no dudó, en la década del 40, de acercarse a las tinieblas de la corriente oriental con relatos sobre pericias de árabes como si entresacadas de algunas páginas del sagrado libro Corán. Por caso, La Biblioteca de Babel y La lotería de Babilonia, dramas milenarios poco o escasamente diferenciados de los actuales; aunque más explícita su vocación a la filosofía oriental en La busca de Averroes, donde el argumento, para el lector no desprevenido, es la materia inherente al infinito, el infinito inseparable a la nada, y, de resultas, el género humano a guisa de nada ante el Creador. Alusiones todas muy evidentes en esos cuentos; a veces, se las descubre fácilmente, y otras tantas, evocadas con el particular ingenio borgeano.

En cuentos de similar factura a esos otros, Borges continúa la búsqueda de combinar sus ideas e imaginaciones con remembranzas de emires y sus desvelos, del rey perdido en el desierto por culpa de otro rey, de los tormentos a esclavos, de cortesanas y cortesanos penitentes. Cuentos de sensaciones, sorpresas y sugerencias concebidos para hacer que el lector capte lo imaginario por verdadero y lo fantástico por real, y como si extraídos de la cuentística mayor arábiga, al menos en Siete noches así lo hace saber:

… uno tiene ganas de perderse en Las mil y una noche; uno sabe que entrando en ese libro puede olvidarse de su pobre destino humano; uno puede entrar en ese mundo, y ese mundo está hecho de unas cuantas figuras arquetípicas y también de individuos. En el título Las Mil y una noche hay algo muy importante: la sugestión de un libro infinito. Virtualmente, lo es. Los árabes dicen que nadie puede leer Las Mil y una noche hasta el fin. No por razones de tedio: se siente que el libro es infinito.

No basta esto, también el Corán es para Borges fiel al mensaje de Jesús y Pablo el apóstol. Lo corrobora precisamente en Un doble de Mahoma, extractado de Historia universal de la infamia:

Mahoma es islámico, pero, a veces, se viste de hebreo, otras de cristiano.

Entonces, ¿cuál es la conclusión de Borges? No más que ésta: Dios encomendando a Mahoma, como no podía ser de otra manera, distintos roles, que tanto exaltan y embellecen su profética doctrinaria.

Otro de los mayores deseos borgeanos es ir al encuentro del temple árabe reflejado en la caridad, la paciencia infinita, la resignación voluntaria, el abandono de la riqueza y el vivir en completo aislamiento. Literalmente, logró esos propósitos en Abenjacán el Bojarí, muerto en el laberinto con el asomo de líneas rectas, arcos y círculos a modo de descripciones del infinito, de paz interior, de entonación con la vida toda y del alma inmortal.

Esa confianza extraordinaria en las visiones orientales lo llevó a venerar algunos cuentos orientalistas de Voltaire:

Tenemos los cuentos de Voltaire (…) Tuvo la idea, además de tomar el Oriente, y un Oriente fantástico. Claro que lo hizo de un modo irónica. (Ferrari, Osvaldo. Diálogos últimos)

Justa aquí la observación de Borges; basta los cuentos Zadig y La princesa de Babilonia del enciclopedista e iluminista francés con argumentos notablemente arábigos, además de conjeturas, epopeyas, máximas morales y parábolas coreanas, o su novela El toro blanco de hábitos y situaciones bizantinas.

Budismo

Otro acercamiento de Borges al orientalismo está en sus dilucidaciones en el budismo.

Buda no dejó escritos, pero los libros canónicos han recogido una multitud de enseñanzas, que, muchos años después de su muerte, han sido compiladas en temas sobre el dolor, el remedio y la liberación. Desde el ánimo y la percepción budista, ¿cuál es el significante de esta trilogía? En pocas palabras: no hay en el hombre un sujeto individual, verdaderamente real; todo lo experimentado en él es ilusión.

Borges, ya en términos narrativos o poéticos, ha puesto al budismo en primer plano con todas las cosas del mundo carentes de principio y fin, además del “yo” disuelto en la vida como la tinta por el secante En el breve ensayo El budismo, Borges es claro y terminante en ese sentido:

El budismo concuerda así con Hume, Schopenhauer y nuestro Macedonio Fernández. No hay un sujeto, lo que hay es una serie de estados mentales. Creo que lo importante no es que vivamos el budismo como un juego de leyendas, sino como una disciplina; una disciplina que está a nuestro alcance y que exige de nosotros el ascetismo. Tampoco nos permite abandonarnos a las licencias de la vida carnal. Lo que nos pide es la meditación, una meditación que no tiene que ser sobre nuestras culpas, sobre nuestra vida pasada.

Lo implícito allí: absurdo es creer en un mundo de fines, cuanto éstos no han existido nunca, y disparatado en admitir el sentido de cualquier actividad, sino lo opuesto.

Según esos conceptos budistas, Borges reverencia el alma universal; el alma viajera por todos los reinos de la naturaleza, sin pasado ni futuro, y siempre vinculada al “alma divina”. De alguna manera, podría decirse que hizo propio, no sólo el pensamiento budista, también el alejandrino y platónico, según los cuales la libertad de escoger no es un atributo del cuerpo, sino del alma.

Conoció el budismo por libros del inglés Alex Hamilton, uno de los fundadores de la indología, y por los escritos de Goethe, Schleger, Schopenhauer, Wagner y Nietzsche. En todos, halló la idea de la concentración mental, de lo no terminado y de la imperfección en cada acto humano. Tales rasgos emergen de La escritura de Dios, donde Borges a través del encarcelado Tzinacán evoca el sueño difundido y diseñado dentro de contornos muy claros, formas indefinidas, movimientos oscuros, seres imprevisibles y una suerte de cosmología pitagórica. Todo para concluir en esto: la vida es alma, la carne inexistente.

© LA GACETA

Mónica Maud – Periodista, crítica literaria, docente.

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