El diablo entre nosotros

En medio del corte de la avenida Juan B. Justo al 3.400, los enojos y los miedos de la sociedad fueron arrojados al cielo, en busca de un consuelo imposible. Tras el asesinato de un niño de cuatro años, no hay explicación ni forma de calmar la aflicción. Algunos vecinos pidieron que limpien el monte al borde del canal, junto al puente donde fue hallado el cuerpo, entre el barrio Señaleros (Capital) y Las Tipas-Jesús de Nazareth (Las Talitas). Otros hablaron de inseguridad constante, robos, asaltos a los escolares en las paradas del ómnibus a las 7.15 de cada día, de drogas y de dealers; otros cargaron contra la Justicia porque “no les llevan el apunte a los pobres”, y una vecina, Manuela Gómez, definió, con terrible lucidez, el desamparo sobrenatural: “Esa persona que lo hizo, lo tiene al diablo”.

Acaso por la sensación de que es un monstruo emparentado con el diablo quien consumó el ataque no hubo indignación contra la Policía ni contra las autoridades municipales, aunque sí fueron medianamente cuestionadas por la falta de presencia en la zona, olvidada por el mundo. “Le pido al intendente que mande autos por acá, y a la Policía también”, dijo un vecino. “Que hagan limpiar el predio. Ahí se meten los piperos, los ladrones. La Policía llega hasta ahí y más adentro no se mete. En las Talitas, si es por un puterío, urgente están todos. Ahora, por la criatura, no”, renegó Juana Medina. El intendente, Carlos Najar, fue cauteloso: acompañó a la familia, sugirió cuidadosamente que el sector del canal, ubicado entre dos jurisdicciones, está fuera del ejido urbano (como una zona de nadie) y reconoció que esa comunidad es socialmente vulnerable.

La atrocidad del homicidio de un niño rebasa todos los límites de la comprensión. El desamparo infantil es el del ser humano que no encuentra protección. Se ha roto el pacto de la cultura por el que el individuo se somete a la vida en comunidad, sacrifica sus instintos en aras del bien común y lo que rige son las restricciones que impone la comunidad y la justicia que las controla, diría Freud.

Estado ausente

Ahí entra el reclamo de la gente: aunque parezca que este crimen, que sobrepasa a todos, ocurre fuera de lo que se llama inseguridad y del alcance protector y punitivo de las autoridades (policías y funcionarios), es notorio que hay un Estado ausente. Los vecinos han clamado hasta la desesperación que esas manzanas de monte, de la tierra de nadie (a donde curiosamente, van a jugar y hondear los chicos de esos barrios), son guarida y escenario de delincuentes.

¿Hay una responsabilidad del Estado? Los funcionarios lo van a negar en este caso, pero en toda manifestación de violencia -que refleja ese malestar de la cultura- muestra esa ausencia estatal o al menos la falta de estrategias, o la ineficiencia para pacificar una sociedad en la que no sólo la inseguridad ha crecido (al nivel de que se cuentan, al menos, 120 asesinatos por año en la provincia), sino que también la violencia se ha enseñoreado. Porque se habla de que el 50% de los homicidios se debe a ataques de delincuentes (“en ocasión de robo”, los llaman los funcionarios de Seguridad, a partir del Código Penal), para sugerir que el resto de los crímenes, no vinculados a intenciones de robo, no entrarían dentro de las tareas y obligaciones de la Policía. Es decir, dar la idea de que agresiones que causan daño o muerte, muchas veces detrás de las puertas, en los domicilios, o en los supuestos ámbitos propios de las víctimas, son imprevisibles, y por lo tanto, obra de la fatalidad. A esa “clasificación” corresponderían los homicidios por agresión intrafamiliar, intravecinal, por riñas, etcétera.

Ahí entran, por ejemplo, los femicidios (hubo siete en lo que va del año) y, en estos casos, la marcada insistencia en campañas por derechos de la mujer ha demostrado que no se trata de crímenes imprevisibles, sino ataques desatendidos que han ido en una espiral creciente hasta llegar a la tragedia. Cualquiera de esos casos -como la horrorosa y trágica historia de Tamara Salas, hace una semana- da muestras de denuncias previas no escuchadas y auxilios no llevados. Es que las comisarías no dan respuestas y la Justicia tampoco. Ignoran lo que es la prevención.

En cualesquiera de los hechos relatados en las crónicas de los últimos días se ve ese abandono progresivo del Estado frente a fenómenos y problemas que inquietan a la comunidad. Desde el ataque a los dos jóvenes que paseaban cerca de la Hostería de Tafí Viejo, en una zona que hace décadas era el paraíso de los excursionistas que iban al Taficillo y donde eran impensables la violencia o la inseguridad, hasta los reclamos por venta de drogas en la escuela Presidente Perón. ¿Nadie advirtió lo que pasaba cuando contaron inquietudes e historias parecidas los docentes y los alumnos de la escuela del Mercofrut, hace un año?

De lo que no se habla

Posiblemente los funcionarios pretendan que los crímenes que no se vinculan con el delito no entren dentro de la esfera de tareas de la Policía. Pero la sociedad sí les exigirá a los agentes que actúen, como está ocurriendo ahora en Las Talitas, y sí está claro que las condiciones socioeconómicas, que son el caldo de cultivo de la violencia, se encuentran entre los dramas de los que debe ocuparse el Estado, ya sea que se trate de situaciones sociales críticas, o de drogas o narcomenudeo –de lo cual se comenzó a hablar ayer con profusión a propósito de este crimen- o de alcohol, de lo cual no se habla pese a que es la droga más consumida en el país, por lejos, según los relevamientos de la misma Sedronar.

Y si esos episodios de violencia no son atendidos por la Policía, pues otras áreas del Estado, como Desarrollo Social, tendrán que tener o hacer estudios para prevenirlos. Más que psicólogos que estudien casos particulares hacen falta sociólogos que busquen explicaciones de las tendencias y las cosas que se repiten en la sociedad. En el reciente informe sobre homicidios que el subsecretario de Seguridad, José Ardiles, entregó a la Comisión de Emergencia en Seguridad de la Legislatura, se dio cuenta de que la gran mayoría de los episodios de violencia homicida ocurre prácticamente en los mismos lugares, generalmente sitios de alta vulnerabilidad, con alta prevalencia en determinados días y con gran sesgo masculino.

Ese estudio bien podría dar pie a la búsqueda de estrategias de contención social y planteos preventivos de la violencia. Pero apenas nos brinda cifras que nos inquietan, sin que atinemos a preguntarnos por qué se reiteran esos hechos, por qué no vimos antes los signos de alarma, como si estas tragedias, ya sea repetidas, o dolorosas singularidades como la del niño en Las Talitas, fueran obra de la fatalidad. O del diablo.

La violencia en una comunidad tendrá muchas causales –trastornos económicos, sociales, de consumo, personales y muchas explicaciones más- pero siempre se va a encontrar abandono del Estado, tanto en su obligación de proteger como de prevenir y, en una sociedad como la nuestra, también de reparar el daño. Vivimos en un lugar lleno de baches sociales que parchar, de constantes reclamos sin solucionar. Siempre al borde del estallido y del dolor. El desborde constante de una cloaca en una calle debería hacer tambalear la silla de un funcionario de salubridad; las tragedias en accidentes, la del funcionario vial; y las precarias condiciones de vida del barrio Jesús de Nazareth, la silla del intendente, la del gobernador y hasta la del presidente. Y si un niño ha sido asesinado, no debería ser suficiente que se corte la avenida Juan B. Justo con quema de cubiertas. Ni siquiera debería ser suficiente incluso si se logra capturar al diablo. ¿Qué va a hacer esta sociedad en memoria de este niño?

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