La lección de Córdoba

“(La democracia es el) régimen en el cual los gobernantes son escogidos por

los gobernados, por medio de elecciones

sinceras y libres”. Maurice Duverger, en

Los partidos políticos.

Fue hace 12 años. Juan Schiaretti se declaraba ganador de las elecciones de Córdoba del 2 de septiembre de 2007. Luis Juez, intendente de la capital y su oponente en la contienda por la gobernación, denunciaba fraude. El escrutinio provisorio había demorado 18 horas. El candidato peronista se adjudicó el triunfo con una ventaja del 1% y calificó a Juez de mal perdedor que socavaba instituciones. “Tenemos la sensación, la certeza y las pruebas de que estos delincuentes nos robaron la elección”, contestó el postulante del Frente Cívico y Social.

El domingo pasado, Schiaretti volvió a ser electo gobernador del segundo distrito electoral de la Argentina. A las 21 ya se conocían las tendencias irreversibles; Mario Negri (segundo en la pelea por la gobernación) reconocía el triunfo del peronismo; y Luis Juez, socio político del radical y candidato a intendente, no denunciaba fraude, sino que reconocía la derrota. Todos los pases de factura fueron “hacia adentro” por la falta de unidad con Ramón Mestre.

Entre uno y otro extremo, tanto Schiaretti como el trágicamente fallecido José Manuel de la Sota, durante sus siguientes gobernaciones, concretaron una profunda reforma política. Una serie de cambios que determinaron, a modo de síntesis, que durante el domingo se votara con sistema de boleta única y sin festival clientelar. La consecuencia: el triunfo dominical ha sido incuestionable en las urnas, en el desarrollo de la campaña y en la realización del escrutinio.

“No soy el que más sabe: soy el que más aprendió”, decía el eslogan de De la Sota en 2011, durante la campaña para su tercera gobernación. Lo que las elecciones cordobesas demuestran es que hay una lección asumida institucionalmente en esa provincia: los comicios son mucho más que una mera técnica para la designación de autoridades. Son una consulta a la opinión y a la voluntad del pueblo, según escribió el fallecido juez de la Corte nacional Carlos Fayt en Sufragio y representación popular. Y su finalidad es darle legitimidad al poder y, a la vez, ponerle límites, sintetizó el politólogo William Mackenzie en su libro Elecciones libres.

Por todo ello, también hay una enseñanza de Córdoba para el país. Y, huelga decirlo, para Tucumán. En especial, después del escándalo nacional que encarnaron los comicios de 2015.

Para el país

La legislación nacional, obviamente, no autoriza las prácticas clientelares. Sin embargo, es lo suficientemente inespecífica e insustancial como para permitirle cabalgar a rienda suelta.

El Código Electoral Nacional protege el derecho a guardar el secreto del voto: exige habilitar el cuarto oscuro. Prohíbe a las Fuerzas Armadas “coartar la libertad del sufragio”. Proscribe las reuniones electorales, el depósito de armas y la entrega de boletas cerca de los lugares de votación. Y tiene dos artículos que penalizan las conductas que afectan la libertad del elector.

El artículo 139 tipifica el comportamiento de quien impidiera el ejercicio del derecho al sufragio, ya sea con violencia o intimidación. También prescribe que “se penará con prisión de uno a tres años a quien (...) compeliere a un elector a votar de manera determinada”. En igual sentido, el artículo 140 impone pena de prisión a quien “con engaños indujere a otro a sufragar en determinada forma o a abstenerse de hacerlo”. Y ni una sola palabra más...

Al contraste feroz con esta semiplena anomia no hay que ir a buscarlo a Europa. En México, la Ley General de Desarrollo Social establece que los beneficios de los planes sociales, sean alimentarios o económicos, deberán ser adelantados para evitar que se distribuyan durante el mes en que se vota. “La publicidad y la información de los programas de desarrollo social deberán incluir la siguiente leyenda: Este programa es público, ajeno a cualquier partido político. Queda prohibido el uso con fines distintos al desarrollo social”, establece la norma.

El Código Penal Federal de ese país de América del Norte también pauta sanciones para quien “condicione la prestación de un servicio público, el cumplimiento de programas o la realización de obras públicas (...) a la emisión del sufragio en favor de un partido político o candidato”. Y, además de una multa, fija pena de prisión para quien “solicite votos por paga, dádiva, promesa de dinero u otra recompensa durante las campañas o la jornada electoral”. Lo mismo para aquel que “lleve a cabo el transporte de votantes, coartando o pretendiendo coartar su libertad para la emisión del voto”. Y otro tanto para el que, “mediante amenaza o promesa de paga o dádiva, comprometa su voto en favor de un partido político o candidato”.

En América Central, la Ley Electoral y de Organizaciones Políticas de Honduras tipifica con pena de reclusión cualquier acción tendiente a “comprar o vender el voto”.

Ya en América del Sur, la “compra de votos” es “corrupción del votante” en Colombia. Y no en la legislación electoral, sino el Código Penal. Sí: el clientelismo es corrupción en nuestra región.

Un poco más abajo, y nuevamente en el Código Penal, las normas de Ecuador mandan a prisión y, además, suspenden los derechos políticos de elegir o ser elegido a quien “haya recibido algo a cambio de su voto, o haya dado o prometido algo por el voto de otro”.

Ya en el vecindario limítrofe, la Ley de Elecciones de Brasil (ese país estragado por la corrupción, pero donde los ex presidentes sí van presos porque los Tribunales Superiores, en lugar de postergar procesos, dictan sentencias) contiene una prohibición para los agentes públicos: “utilizar o permitir el uso promocional en favor de candidato, partido político o coalición, de la distribución gratuita de bienes o servicios de carácter social subvencionados por el Poder Público”. Prevé, además, la cancelación del diploma de representante electo para todo candidato que incurra en captación ilícita de sufragio, a partir de “donar, ofrecer, prometer o entregar al elector, con el fin de obtener su voto, bien o ventaja personal de cualquier naturaleza, inclusive empleo o función pública, desde el registro de la candidatura hasta el día de la elección”. La jurisprudencia del Tribunal Superior Electoral entiende que para este caso no se requiere la participación directa del candidato: se configuraba el ilícito cuando intermedien otros agentes: encargados de la campaña o miembros del partido.

En Uruguay, la Ley de Elecciones fija que es delito electoral “el ofrecimiento, promesa de lucro personal o dádiva de idéntica especie, destinados a conseguir el voto o la abstención “.

Por cierto, así es como la legislación latinoamericana combate el clientelismo no desde anoche, sino desde hace una década y media. Este repaso normativo, justamente, está contenido en una sentencia de 2005 la Cámara Nacional Electoral: el “Fallo Polino” se refiere a las irregularidades en elecciones internas del Partido Socialista en la Capital Federal.

Si la Argentina mantiene su Código Electoral Nacional anodino es porque impera la voluntad general de los representantes del pueblo de las provincias, reunidos en el Congreso, para que el clientelismo siga siendo sólo un objeto de la indignación ética de la sociedad, en lugar de una conducta delictiva combatida no desde las normas morales sino desde la ley penal.

Mientras esa legislación de fondo no cambie, ¿tampoco cambiará el estado de situación en las provincias? Esa es, propiamente, la lección de Córdoba para Tucumán.

Para Tucumán

El “Fallo Polino” toma una egregia definición del politólogo argentino Guillermo O’Donnell para definir al clientelismo como “una institución informal, permanente y ubicua”. Es decir, se trata de una práctica ya establecida y arraigada. Un mecanismo que, además, es no convencional y que, por tanto, se encuentra en constante mutación. Hoy son los mercaditos con alimentos al costo para ganar afiliados, como denuncia la oposición que instrumenta el oficialismo. En 2015 fueron los tickets de supermercados para que al “bolsón” se lo procure cada votante eligiendo en la góndola, tal cual lo instrumentó la oposición y no se olvidó de denunciar el oficialismo. Y, por sobre todas las cosas, el clientelismo es una conducta desplegada en todas partes. Y si está en todos lados, hay que hacer algo con ello. Incluso, a pesar de que los oficialistas y los opositores en el Congreso de la Nación (que ocupan esos roles a la inversa) no hayan determinado que el combate contra el clientelismo es también un prioritario frente de batalla.

Córdoba lo hizo. Su reforma política incluyó el dictado de un virtual código electoral provincial que, a falta de una legislación nacional de fondo que las tipifique como delito, combate las prácticas clientelares a nivel de las contravenciones. Es lo que en Tucumán se hizo respecto de los motoarrebatadores para dictarles prisión preventiva, lo cual no está previsto en el Código Penal. Pero se ve que, aquí, robarle la legitimidad al poder político, la libertad a los electores y la autoridad moral a la representación de ninguna manera configura un delito grave…

Las últimas elecciones provinciales hicieron de Tucumán la mala noticia del país. LA GACETA mostró el festival de acarreo de votantes y de entrega de bolsones. Cada cuarto oscuro era, en realidad, un lugar desprovisto de claridad para votar, por el carnaval de acoples. En el interior, dirigentes del oficialismo y de la oposición quemaron urnas. Un tribunal declaró nulos los comicios. Y la Corte provincial, en el fallo mediante el cual luego los validó, instó a los poderes políticos a tomar medidas contra el clientelismo. Pero se ve que esto tampoco era muy en serio porque, cuatro años después, la verificación de esa exhortación en la realidad no forma parte ni de la agenda política ni tampoco de la agenda judicial.

En 23 días, como las oscuras golondrinas, volverán a colgarse de balcones y tribunas políticas las consabidas denuncias escandalizadas y las acusaciones cruzadas. Es que Tucumán sólo llega a la etapa del “preocuparse” y la reforma política es un asunto del cual ocuparse. Porque, en definitiva, si no le tienen cariño a la democracia, por lo menos debieran tenerle respeto. Conseguirla ha costado demasiado caro como para rifarla en una kermés clientelar.

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