Eva Perón y Tucumán: apuntes de una relación breve y pasional

Eva Perón y Tucumán: apuntes de una relación breve y pasional

“Pidió un jugo de pomelo, pero no había pomelo. Así que le ofrecimos de naranja y dijo que sí. El problema es que no encontrábamos el exprimidor, así que mi hermano Michel exprimió las naranjas con los dedos. Y así lo tomó”. La nota podría titularse “El día que Evita tomó un jugo exprimido con las manos en Tucumán” y de por sí llamaría la atención, porque cualquier anécdota que involucre a Eva Perón, por pequeña que suene, escapa de lo común. Y es, por si fuera poco, un episodio narrado por el protagonista, alguien que estuvo a centímetros de esa mujer, que habló con ella -aunque no se acuerde muy bien de qué-, que nunca dejó de sorprenderse porque se le notaban los vellos rubios en el cutis. Puede que no existan hechos, sino interpretaciones, pero en el caso de Evita esas interpretaciones alcanzan la categoría de disciplina académica, tal el impacto de su figura en la historia.

En la novela de Evita, Tucumán es una nota al pie, salvo para los tucumanos que se cruzaron en su camino. En esos casos se invierte el valor de la prueba. Imposible no entrelazar entonces la figura de Evita con la de Fernando Riera, porque el de Riera por Evita era el amor absoluto. Nunca se casó el ex gobernador y hay quienes sostienen que la figura de Evita era un todo que le llenaba el espíritu hasta encandilarle cualquier proyecto de pareja. Un amor basado en la admiración y en el respeto, sí, de un platonismo exacerbado. Fernando Riera, un asceta por su sencillez y su honestidad extrema, alcanzaba el éxtasis ante la sola mención de Eva Perón. En ese sentido le cabe el papel de símbolo: el de un pueblo entregado sin condiciones.

Volvamos a aquella historia del jugo de naranja. La narra Guillermo Isas en un video que, con todo el cariño imaginable, subió su hijo Carlos Isas Guillou a YouTube. El hijo entrevista a su papá. Se desprende del relato que quien usó los dedos como exprimidor es Michel Isas. La fecha: 30 de noviembre de 1946. El lugar: la Facultad de Educación Física, que en aquel tiempo era el club Natación y Gimnasia. Guillermo Isas era un emprendedor de 21 años que regenteaba el buffet del club y se dio con la novedad de que debía darles de cenar a 400 personas, entre ellas Eva Perón. Llegó gente de la Fotia y le explicó cuál debía ser el menú: lengua a la vinagreta y ravioles. ¿De dónde vamos a sacar lengua para 400 personas?, preguntó Isas. La respuesta: dieron la orden al matadero de que ese día no se vendía lengua en toda la ciudad.

1946

Esa visita de Eva Perón quedó marcada por la fatalidad y aquí cobra toda la dimensión el concepto de interpretación por sobre los hechos. Murieron siete mujeres -dos niñas- en la plaza Independencia cuando se produjo una avalancha frente al palco ubicado en las escalinatas de la Casa de Gobierno. Desde el antiperonismo, durante décadas la conjunción de Evita y Tucumán fue sinónimo de clientelismo, con el agregado de una amenaza: es el precio que llega a pagarse por una dádiva. Desde el peronismo se adjudicó la desgracia a una cadena de casualidades e imprevisiones, mínimas ante la trascendencia de la puesta en escena que la rodeaba. Por encima de esa grieta quedaron Teresa Tapia (35 años), Luisa Pérez (43), Celia Carrizo (13), Ercilia Barrientos (46), Nélida Valdez (8), Paula de Castro (45) y Bartolina del Carmen Gómez de Figueroa (55). A esas tucumanas, muertas en el corazón de la ciudad, la historia las invisibilizó.

Tras la cena en Natación y Gimnasia, Eva pasó por el Hospital Centro de Salud, en cuya morgue habían quedado los cuerpos. Los heridos se contaban por decenas. El gobernador Carlos Domínguez y los legisladores acordaron indemnizaciones más que jugosas para los familiares de las víctimas. Al día siguiente, la esposa del Presidente de la Nación siguió viaje rumbo a Tafí Viejo -donde pronunció un potente discurso en los talleres ferroviarios-, a Monteros y a Concepción. Con el correr de los años, lo sucedido aquella tarde de noviembre en la plaza Independencia se incorporó a la memoria urbana, desprovista de detalles -y de nombres propios- y alimentada por un sinfín de interpretaciones.

1948

En 1946, Eva había llegado a Tucumán en avión. Dos años después, el 5 de noviembre de 1948, la multitud no la aguardó en las inmediaciones del ex aeropuerto, sino en la estación del ferrocarril frente a la plaza Alberdi. El plan de viaje era una gira nacional, así que se quedó pocas horas en la ciudad. Antes de las 10 de la mañana, Eva arribó a la Casa de Gobierno en un auto descapotable. La plaza estaba colmada. En medio del gentío, una anciana logró colarse e interceptó a Eva cerca del despacho del gobernador. Se pusieron a charlar, le contó que tenía 76 años y que cobraba una exigua pensión. Eva le dio un billete de 50 pesos y le prometió alguna solución de fondo. ¿Cómo se llamaba esa anciana? ¿Cómo siguió la historia? ¿Habrán alcanzado los tentáculos de la Fundación Eva Perón a esa tucumana que una mañana gambeteó los controles hasta quedar cara a cara con la mujer más poderosa de la Argentina? Aquella fue una jornada frenética, a un ritmo de trabajo -el de Eva- que no era el usual para el Tucumán provinciano de la primera mitad del siglo XX. Ese día nadie durmió la siesta. Se montó un raid de inauguraciones: el hogar-escuela del parque 9 de Julio, dos barrios obreros (todos con el nombre de Eva Duarte de Perón) y la pavimentación del camino entre Banda del Río Salí y Cevil Pozo. Almorzaron sin demasiados fastos a bordo del tren. Ya no era aquella Eva de 1946; a esa altura de la primera presidencia de Perón -fines del 48- y con apenas 29 años, su peso político era sencillamente demoledor.

1950

Las elecciones a gobernador se habían saldado con una abrumadora victoria del peronismo. El mayor Domínguez le cedió el sillón de Lucas Córdoba a Fernando Riera y para encabezar la ceremonia de transmisión del mando Eva hizo pie en Tucumán el 4 de junio. Con sus inconfundibles señas particulares -traje sastre y rodete- saludó a la muchedumbre en la plaza y, con especial afecto, a la simoqueña Lucía de Jesús de Beltrán, portadora de la bandera en representación del Movimiento Femenino.

Ese domingo se inauguró el Hogar Escuela Presidente Perón y -un clásico de la época- los tres obreros que mejor se habían desempeñado durante la construcción fueron seleccionados para izar la bandera: Ramón Gandolfi, José Quiroga y José Romano. “Por su conducta y contracción a las labores”, le explicaron a la esposa del Presidente, y ella los saludó con la mayor efusividad. Antes de la medianoche Eva partió hacia Jujuy. Riera, Domínguez y miles de seguidores la acompañaron a tomar el tren.

Epílogo

Rodolfo Walsh había rescatado la figura de Eva en un cuento fundacional (“Esa mujer”, 1966). Dos décadas más tarde, en 1995, vio la luz “Santa Evita”. Otra vez Eva y Tucumán, unidas en ese caso por un autor -Tomás Eloy Martínez- cuya vastísima obra está cruzada por Perón y por el peronismo. Las visitas de Evita a la provincia encontraron al escritor viajando desde la preadolescencia a la juventud. El 16 de julio de 1952 Martínez cumplió 18 años; 10 días después moría Evita en Buenos Aires. La novela maceró a lo largo de décadas, fue ganando condimentos a caballo de charlas, vivencias y descubrimientos, hasta explotar con la forma de un relato imperdible.

Eva, centenaria ya, encuentra un anclaje tucumano gracias a pequeñas-grandes historias de carne y hueso; a un escritor brillante e inspirado; y a momentos que van borrándose como las lágrimas bajo la lluvia. Pero para el olvido siguen existiendo los antídotos.

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