El espejo que nos muestra

Hay casas o departamentos prototipos de empresas que venden propiedades que se montan en exposiciones o que, ya terminadas en un barrio privado o en un edificio, se amueblan para exhibirse. ¿Por qué estos inmuebles de muestra, aunque tienen las dimensiones reales, a veces parecen más grandes que los que finalmente se venden?

En el mundo de los negocios inmobiliarios dicen que esta forma de estafa fue inventada por los norteamericanos, los genios de “los bienes raíces”.

Comentan que estas casas y departamentos de exhibición están equipados con muebles más pequeños, un 20% más chicos, exactamente. Es la medida que, aseguran, no llega a percibirse, pero sin embargo hace parecer que el inmueble es nada menos que un 20% más grande, una quinta parte más espacioso, y es un plus nada despreciable.

No hay engaño porque la propiedad que se exhibe, que es el único bien que en definitiva está a la venta, posee las medidas verdaderas. Sólo que cuenta con muebles más pequeños, que no están en venta. Además, a la postre, cada uno es dueño de elegir para su casa el tamaño de mesa que tenga ganas.

Este engaño parte de lo que se llama “pensamiento lateral”, término estampado por Edward de Bono en 1967, con la publicación del libro New Think: The Use of Lateral thinking (Nuevo pensamiento: el uso del pensamiento lateral).

El pensamiento lateral es lo opuesto al pensamiento lógico, al pensamiento lineal, también llamado vertical.

El pensamiento lineal es la forma tradicional de razonar. Es una técnica que se desarrolla principalmente en la etapa escolar, cuando se nos enseña a aplicar la lógica de manera directa y progresiva.

En este pensamiento interviene el hemisferio izquierdo del cerebro, que trabaja en forma secuencial y temporal, siguiendo un esquema fijo.

Este tipo de razonamiento sigue un camino recto, por eso se denomina lineal o vertical. Es el pensamiento más usado para resolver problemas técnicos o científicos y también en la vida diaria.

El pensamiento lateral, en cambio, es divergente, ocurre en el hemisferio derecho del cerebro, es analógico, atemporal y no sigue ninguna secuencia.

En esta forma de pensamiento intervienen y se desarrollan la creatividad y el ingenio. Al revés que en el pensamiento lineal, el razonamiento lateral no se estimula educando sino jugando, inventando, pero ese es otro asunto.

Cuando se nos presenta un problema, nuestra reacción natural, casi mecánica, es usar nuestro pensamiento lineal para plantear hipótesis y deducciones que nos conduzcan a una solución (o respuesta) lógica. Pero cuando nuestro cerebro está frente a una situación extraña, desconocida, tiene dos opciones: repele (huye o ataca) o plantea un nuevo enfoque, creativo, disruptivo.

A esto se debe que, cuanto más ignorante es un ser humano, cuanto menos recursos creativos tiene, más posibilidades existen de que ante una idea o situación que desconoce, que no comprende, que le es extraña, su única reacción posible sea repeler, ya sea huyendo o atacando. Al tener menos desarrollado su hemisferio derecho, su cerebro no puede apelar a enfoques laterales, entonces agrede o escapa.

Las fobias son un buen ejemplo. Son los miedos que desarrollamos ante lo que no comprendemos o no controlamos.

Es tu miedo, no el mío

El prestigioso psiquiatra español Alejandro Rocamora Bonilla explica que una de las maneras de reaccionar ante el miedo es proyectándolo en otras personas. Y como ejemplo cuenta una anécdota: “Recuerdo una ocasión en la que llevé a mis hijos al zoológico. Era un día soleado. Había un nieto y un abuelo que se encontraban frente a la jaula de los leones. Los animales rugían. Ante la mirada atónita de los presentes, el niño le dijo a su abuelo: “Vámonos, abuelo, pues parece que tienes miedo”.

De allí viene aquello de que cuando hablamos del otro decimos más de nosotros mismos que de ese otro. Es lo que se denomina la Ley del Espejo: “lo que ves en los demás es tu reflejo”.

La homofobia es otro ejemplo de cómo proyectamos en el otro nuestros propios miedos, porque la fobia es también un temor irracional, compulsivo, invalidante y limitante. Nada más aterrador que suponer que vamos a convertirnos en lo desconocido, en lo que no dominamos en lo más mínimo.

La inseguridad es otro ejemplo contundente. Nada depende tan poco de nosotros como un hecho delictivo. Una situación absolutamente incontrolable e impredecible, incluso para las personas más entrenadas. Hace días, dos motochorros drogados asesinaron en Tucumán a Sandro Reyes, un militar peruano condecorado por su desempeño en guerras internacionales.

En situaciones extremas las respuestas siempre son lógicas, y cuando el cerebro no encuentra una rápida solución lineal, nos ordena huir o atacar.

El mundo vertical

Proyectado al hemisferio político, la Argentina es un país desprovisto de pensamientos laterales, algo que sí abunda en nuestras artes y ciencias. En la política argentina rige, casi monárquicamente, el pensamiento lineal, recto, obcecado.

Un esquema con el que desde hace décadas se buscan resultados diferentes haciendo siempre lo mismo. Como un zombi que golpea la cabeza contra una pared sin pausa, durante años, y aunque no logra atravesarla, insiste tozudamente.

El verticalismo en las organizaciones, como puede ser un país, una provincia, una empresa, un club o un culto religioso, fue el régimen dominante hasta mediados del siglo pasado.

En un mundo cada día más global, más horizontal, más colaborativo, más competitivo, que exige resoluciones cada vez más rápidas y precisas, las organizaciones híper verticalistas comenzaron a desmoronarse.

Aún persisten algunas estructuras verticales, públicas y privadas, o con resabios de verticalismo, pero cada vez son menos, porque no son competitivas, son menos eficaces, menos rentables, menos resolutivas, porque, en definitiva, son menos creativas, menos “laterales”.

Así van cayendo y desapareciendo las monarquías, las dictaduras, los caudillismos y los liderazgos mesiánicos. Esto último nos encanta a los argentinos. Tenemos una especie de goce patológico a la sumisión frente a líderes totalitarios, paternalistas, matriarcales, a personas súper poderosas y brillantes que nos proveen de soluciones mágicas. Como los padres, esos magos invencibles que tenían todas las respuestas en un puño. El rey Néstor y la reina Cristina; el mejor equipo de los últimos 50 años; Menem, el tigre de los llanos; Alfonsín, el apóstol de la democracia…

En Tucumán es mucho más grave que en el resto del país, o triste, si se quiere, porque es mayor la mediocridad, la corrupción, la falta de controles y la indivisión de poderes. Ni siquiera tenemos reyes o caudillos, sino apenas patrones de estancia que se sientan sobre la caja del Estado y la reparten a discreción.

Se dilapidan fortunas del erario público en proselitismo, se compran voluntades con mercaderías y ampliando la planilla salarial hasta el infinito, se obliga a los empleados públicos a asistir a los actos, como en el fascismo más oscuro, se nombran jueces y fiscales a dedo, y nadie investiga el enriquecimiento ilícito de decenas de funcionarios, en los tres poderes, cuya fortuna ostentan sin vergüenza. Mientras la Justicia convalida todos estos latrocinios avalando, por ejemplo, a una Legislatura que se niega a rendir cuenta de sus gastos, o aprobando nombramientos de amigos y parientes en su propio fuero.

Sólo bastaría con que funcione la Justicia para que los otros dos poderes se enderecen rápidamente. Pero en Tucumán algunos sectores de la Justicia es como esos muebles achicados de las casas de exhibición, una “estafa lateral”.

Básicos, tan básicos

Los tucumanos somos obstinadamente lineales, monocordes, por demás lógicos, básicos.

A la misma hora, cada día, como zombis, todos queremos atravesar el microcentro en auto. Y una persona por auto. Y nos violentamos, y nos enojamos, y nos agredimos, pero al otro día volvemos a intentarlo. Y al otro día y al otro día, como aguardando que el caos del tránsito se resuelva solo, por arte de magia.

No hacemos ciclovías, explican desde el municipio capital, porque no hay tantas bicis. Lógica por demás elemental, lineal, de edad escolar. Exactamente lo opuesto a lo que ordena el urbanismo mundial: si hacés ciclovías de a poco habrá más bicis. Si hacés peatonales habrá más peatones. Si hacés plazas habrá más gente que las use. Vamos por detrás de la demanda, todo lo contrario a una buena gestión, y casi siempre tarde.

Los argentinos, pero sobre todo los tucumanos, estamos ávidos de pensamientos laterales, disruptivos, ingeniosos, que nos catapulten de esta lógica básica que rige nuestros destinos hace tanto tiempo.

“Añadir carriles a las autopistas para solucionar la congestión vehicular es como aflojar tu cinturón para curar la obesidad’, afirmaba ya en 1955 el sociólogo, filósofo, historiador y urbanista estadounidense, Lewis Mumford.

Es una gran metáfora sobre nuestro razonamiento escolar: para solucionar el tránsito ensanchamos las calles y sólo conseguimos que entren más autos. Para acabar con el desempleo nombramos cada vez más empleados públicos. Para combatir la pobreza repartimos más bolsones y chapas, y para desconocer nuestra incapacidad y mediocridad intelectual la proyectamos en el otro, como hacemos con la inseguridad pasmosa. Nadie se hace cargo.

Es por eso que nuestros políticos están obsesionados con hablar mal del adversario, con agredir, atacar, y hasta contratan gente, con nuestro dinero, para que lo haga en las redes sociales. “Vámonos, abuelo, pues parece que tienes miedo”. Es la negación absoluta del desastre, donde ocurren asesinatos a toda hora. “Lo que ves en los demás es tu reflejo”, dice la ley, y este país, sobre todo este Tucumán tan decadente, es nuestra propia imagen que nos regresa violentamente.

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