La campaña electoral pecaminosa

La política se asienta sobre un principio tácito: nadie asume gastos a la vista de la sociedad. Esa premisa más o menos vigente en todo el país alcanza el estado de la perfección en “Trucumán”. Es que los hacedores de las reglas locales -léase máximos interesados en esta materia- se han cuidado mucho de simplificarse la vida y directamente omitieron la reglamentación del financiamiento de la corporación a la que pertenecen. Como ninguna norma regula el manejo de los ingresos y egresos, y como no existen controles específicos, los fondos fluyen cual río en el verano. Convertido en el ingrediente más poderoso e imprescindible, el capital no sólo condiciona la entrada a la disputa electoral: también explica por qué la política se parece cada vez menos a la actividad que busca el bien común. El vínculo promiscuo con el dinero ha transformado en un negocio vulgar al servicio público por antonomasia.

La ley provincial vigente obliga a presentar balances a posteriori de los comicios. En los hechos da igual cumplir como no cumplir aquel deber. En primer lugar porque la transgresión no genera consecuencias. La Junta Electoral Provincial se limita a intimar a las agrupaciones hasta que estas se ponen al día. Los balances son una formalidad más porque el órgano encargado de organizar los comicios no los revisa -no tiene auditores ni equipos capacitados para practicar los análisis-, sino que sólo los pone a la vista para que quien lo desee haga sus impugnaciones. La posibilidad de recibir y emitir objeciones también forma parte de la ficción: entre bomberos no se pisan la manguera. Pero como la mayor parte de los partidos son meros sellos de goma, por lo general no declaran bienes ni erogaciones, o los dibujan. Y dado que la ley exime a los candidatos de rendir cuentas, todo el descontrol cierra sin inconvenientes.

A diferencia de la Nación, el Estado provincial no hace aportes en blanco, y de forma equitativa y proporcional a los partidos y alianzas que compiten por el poder: otra razón para que la Junta no husmee en el uso que aquellos dan al dinero, que proviene 100% de “fuentes particulares”. Es vox populi que sólo una minoría de postulantes saca de su bolsillo: lo recordó el año pasado José Alperovich, que de esto sabe un poco. ¿De dónde sale, entonces, el grueso del dinero que ya está corriendo a mares? Las arcas públicas lideran la lista de vías negras de financiamiento. Es la forma clásica de la corrupción, como lo corroboran decenas de empresarios “arrepentidos” de la causa de los cuadernos. Esos testimonios aducen que los retornos y sobreprecios están dirigidos a que los funcionarios puedan “hacer caja” para las elecciones. El mismo justificativo consta en el caso “Lava Jato”: el modo elegante de cobrar y de pagar coimas es disfrazarlas de “contribuciones” para la campaña, aunque los fondos así conseguidos luego terminen en los patrimonios de los funcionarios. Deslices inevitables del robo para la corona.

En la relación espuria entre las empresas y los empresarios, y la política a veces no es fácil definir quiénes hacen de títeres y quiénes, de titiriteros. En algunos casos los ejecutivos aparecen como los dueños últimos de la contienda y de los contendientes, como corresponde en una disputa donde los caudales pesan tanto. El brasileño Marcelo Odebrecht contó con detalles cómo funciona ese “patrocinio”: los grandes acompañan a todos, y su mecenazgo incluye a oficialistas y a opositores. El objetivo es ganar siempre, gane quien gane en las urnas. Estas apuestas económicas no suelen ser altruistas ni desinteresadas. Nadie desembolsa sin la expectativa de obtener ganancias con creces. Favor con favor se paga durante la gestión mediante contrataciones de bienes y servicios; licencias; licitaciones amañadas; cartelizaciones de obras públicas; concesiones; condonaciones de deuda; subsidios; exenciones tributarias y hasta designaciones en el Estado. Y entonces vuelven a circular los sobornos y las comisiones. El menú de contrapartidas y beneficios no admite restricciones: basta con peinar decretos, leyes, resoluciones municipales y ordenanzas para comprobarlo.

Todo diezmo valdría con tal de recaudar. Como el dinero es el actor fundamental del proselitismo -no ya la plataforma de propuestas, artefacto demodé si los hay-, disponer de un aparato robusto aumenta las chances de victoria. Y una campaña ambiciosa a gobernador podría demandar varios centenares de millones de pesos. Por eso también funciona un mercado de candidaturas. Los acoples, con su capacidad para reproducirse ad infinitum, son especialmente permeables a esa metodología. Un conocedor de los vericuetos de los comicios dice que muchos impulsores de colectoras “subastan” el segundo lugar. Quien ofrece más, se queda con ese espacio. Da igual la procedencia del postulante y si este representa intereses ilícitos con tal de que deposite la suma requerida para ingresar al juego. Por esa ventana se estarían colando agentes del narcotráfico.

La ausencia de estándares de transparencia favorece la sumisión de la política al dinero. En Tucumán no hay leyes de ética y de acceso a la información públicas, y el secretismo ampara los peculios de los funcionarios. A ello se suma la impunidad sistemática de los corruptos, con las excepciones del caso “Lebbos” que confirman la regla. Para componer una idea sobre cómo actúa la Justicia frente a las denuncias penales que comprometen el financiamiento de la dirigencia basta con recordar que las causas de los gastos sociales legislativos empezaron en 2015, a posteriori de la última renovación de autoridades, y hoy están en un punto muerto, más cerca del archivo que del enjuiciamiento. Una hipocresía institucional y social mayúscula blinda el “pecado original de la política”, como llama el periodista Hugo Alconada Mon a la aceptación de estas reglas “no escritas” de la pelea por la conducción del Estado. “(Los candidatos) arrancan pecando”, recordó el investigador en noviembre durante la presentación de su último libro, “La Raíz”. Ese sistema pecaminoso vence votación tras votación, y luce naturalizado e irreversible, aunque sus protagonistas vernáculos aún no se animen a confesarlo.

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