La orden no tiene razón

La orden no tiene razón

Aunque en democracia se espera que los miembros de los poderes del Estado representen los intereses de la comunidad, en Tucumán actúan como si tuviesen motivos ocultos, o sumisiones absolutas, o temores a su jefe, o falta de libertad.

La designación de un magistrado exige una serie de requisitos que son analizados por los representantes del pueblo con la intención de que sus capacidades e idoneidad para cumplir las funciones estén aseguradas. Este requisito es para darnos tranquilidad a los ciudadanos. Ayudará a asegurar la convivencia de la sociedad.

Esa responsabilidad, como otras, pasa a segundo plano en los cuerpos colegiados que vienen demostrando que cada tema se analiza desde el maniqueo mecanismo de defender su equipo o su estructura política. La cuestión central del debate deja de ser prioritaria.

El nombramiento del ministro Pupilar y de la Defensa de Tucumán es un ejemplo. El gobernador de la provincia decidió que el hombre ideal para cumplir con esa función era el fiscal Washington Navarro Dávila. Eso bastó para que nadie lo discutiera. Es curioso cómo funcionan las instituciones de la provincia. Los ciudadanos se han acostumbrado a una especie de autoritarismo democrático. Nadie le discutió al mandatario provincial. Ni siquiera hubo algún funcionario de su ministerio que tuviera la hidalguía de decir “voy a cumplir con las órdenes del gobernador, pero estoy en desacuerdo o pienso que hay otros candidatos”. Hacer algo así significaría un atentado y no un acto de libertad en el actual razonamiento “democrático” de nuestro Tucumán.

El caso descripto es el del ministro de Gobierno y Justicia de la provincia. Regino Amado es capaz de bisbisear por lo bajo que Navarro Dávila no sería el candidato ideal para ocupar el flamante ministerio Pupilar y de la Defensa. Sin embargo, jamás lo dirá en público. Con su actitud oculta o una sumisión absoluta o un temor a su jefe o una falta de libertad para ejercer su gestión o una postura contradictoria a sus pensamientos o ideales. Se espera de un funcionario que represente los intereses de la sociedad y que los defienda aún respetando la ideología y la estructura en la que está inmerso.

Con los legisladores pasa algo muy parecido. Los opositores sólo trataron de demostrar que estaban en contra, pero no buscaron argumentos valederos para que la discusión tuviera un debate profundo para que los tucumanos quedaran conformes tanto en el caso en el que se nombre o no al nuevo funcionario. Pero nada de eso ocurrió. Antes en la comisión en la que se analizaron los antecedentes los legisladores peronistas Sandra Mendoza, Zacarías Khoder, Marcelo Caponio, Daniel Herrera y Sará Assán y el amayista Silvio Bellomío le dieron el visto bueno al pliego de designación de este funcionario que debe ayudar a controlar al ministerio público fiscal que maneja Edmundo Jiménez, compinche de Washington Navarro Dávila. Hubo un opositor disidente, Alberto Colombres Garmendia, de Pro, que se limitó a hacer un dictamen en disidencia. La discusión pública sobre el tema se redujo a las cuestiones generales que separan a opositores de oficialistas. No analizaron si el funcionario era o no idóneo para estar en el lugar que finalmente le dieron. Si eran o no importantes los 31 aplazos en su carrera. Si valía la pena profundizar o por lo menos leer los planteos que se hicieron en su contra por parte de algunos abogados del foro.

El qué no tiene razones

La discusión de las cosas que pasan da vuelta por todos lados. Se discute sobre los hechos, sobre lo que sucede, sin profundizar nada. Se debate el qué. Hay que nombrar un ministro Pupilar y de la Defensa. No nos preguntamos ¿por qué? Ni siquiera un ¿para qué? Basta con saber quién da la orden y cuál es la orden a cumplir. De esa manera no hay compromiso y se evitan problemas. No tiene costo, cuando a los representantes del pueblo o a los funcionarios y gobernantes se los elige justamente para que ellos se ocupen del trascendental trabajo que significa administrar y generar las condiciones de una mejor convivencia. Esa es la historia y el trabajo de los principales actores sociales.

El porqué encierra muchas más cosas. El porqué necesita argumentos, se alimenta con ellos.

El qué -ya lo sabemos-, se conforma.

La dirigencia anda preocupada en discutir y debatir un presente y nada más. En esa obsesión -propia de muchos ministros del Ejecutivo provincial- se desesperan por atacar a los actores, a los que cuentan. Por eso el blanco son los medios. En la discusión o en el debate apuntan al nombre propio y no a las argumentaciones. Se puede llamar Mauricio, Cristina, José, Juan, Facundo, Hugo, Elisa o como sea. No hay razones. No hay revisión de argumentos para entender y por lo tanto es muy dificultoso encontrar posibilidades de acuerdo. Tampoco, de comprensión.

Con preclara erudición el sociólogo Eduardo Fidanza comentaba ayer que “reprobar a un burócrata sindical y a su séquito es muy fácil, explicar por qué subsiste (y mantiene vigencia, podríamos agregar) en esta época es mucho más difícil”. Esto último implica involucrarse, votar, pensar, opinar y tomar partido con todos los costos que hoy tiene, máxime con la posverdad de las redes sociales.

Al no permitirse la desarticulación de un porqué no se pregunta con serenidad y desapasionamiento por qué nos pasa lo que nos pasa. Por qué el líder sindical es, a priori, un mal bicho o por qué el periodista o el político son unas malas personas. Los legisladores, así, quedan desdibujados e incumpliendo el mandato popular. Les pagan bien para que puedan hacer sus cosas, pero las superficiales. Las profundas implican debate, jugarse, poner el cuerpo, estudiar y argumentar, perder y ceder. Lo demás es simulación, como ocurrió con este pliego del ministro público de la Defensa o con la reforma política. Da la sensación de que la experiencia electoral es una herida abierta, no una experiencia con errores y aciertos, con trampas y logros, con estrategias sanas y corruptas.

Esto le ocurre a un oficialismo ensoberbecido y a la oposición invisible que simula estar en contra, pero sólo en la superficie, en los hechos, en algunos nombres, en las profundidades del debate.

No hay hidalguía. No hay renuncias. Se disimula lo que se piensa, una vez que se cometió el papelón. No se avala con el cuerpo de cada uno de los elegidos por la ciudadanía. No es sólo la cuestión magna; es en el detalle donde debe estar la claridad. Los legisladores no vieron los aplazos de Navarro Dávila porque no quisieron.

Los periodistas cuidamos nuestras fuentes como se guarda el secreto de un amor. Y después, una vez corroborada o comprobada la información, gritamos a los cuatro vientos la verdad que podemos probar. En este caso, la fuente que mostró las notas tuvo una doble intención. Por un lado quería que se supiera. Porque (aquí un porque) sentía vergüenza de lo que se estaba por hacer. En el fondo, muy en el fondo, albergaba una esperanza. La triste ilusión de que algo podía cambiar. Nada va a cambiar si los propios actores no ponen el cuerpo. Ningún legislador se animó a decir algo. Tampoco otras entidades públicas. Menos aún un miembro del Poder Ejecutivo. Importaba la orden, no el beneficio para la sociedad o, en todo caso, la explicación de que la idoneidad del futuro funcionario era indudable. Todo fue silencio, hasta del propio involucrado, porque lo que importaba era el qué (la designación) y no el porqué (la simple explicación de que esta persona es fundamental para la sociedad). Se debía cumplir con la palabra empeñada en el presente reciente. No con la historia ni con los que lo votaron con la esperanza de algo diferente.

Tampoco renunció Washington al conocerse el papelón. Él sabe que la mayoría de los que no lo votaron se dividen entre los que tienen miedo, los que no lo valoran y los que cumplen órdenes. Es decir, no se ganó profundamente el rol que le tocará cumplir. Más difícil para él. ¿Con qué compromiso se sentará en su sillón? ¿Con el de responder a los que lo votaron o con la vergüenza propia de revertir esa imagen personalmente?

Por otro lado, la fuente aquella que develó el dato tal vez quería aliviar sus culpas. Evitar que sabiendo que hay cosas que no se hacen bien, no cargara tanto en sus espaldas. No se trata de si Washington Navarro fue buen o mal alumno. Hay genios en el mundo que fracasaron en el camino, desde Mark Zuckerberg hasta Steve Jobs. Se trata de responder a un ideario de confianza que necesita la sociedad -y lo ordena la Constitución- no con los que arman y desarman los desaguisados en una cadena de favores con el único fin de tapar para que no destapen otras cosas. Tapujeros, suele decir una abuela, aunque la Real Academia no la avale.

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