A cien años del nacimiento de Manuel J. Castilla: Una poesía ecológica y social

A cien años del nacimiento de Manuel J. Castilla: Una poesía ecológica y social

En el centenario del gran poeta salteño -activo colaborador de LA GACETA Literaria- se inauguró un monolito en la Biblioteca Nacional y fueron reeditadas sus Obras Completas, por Eudeba. Instauró su literatura en el Norte con la palabra precisa y el brillo de su lenguaje. Su poesía ofrece, leída hoy, una nueva perspectiva ecológica y social de mucha actualidad.

07 Octubre 2018

Por Leonor Fleming

PARA LA GACETA - SALTA

El Norte, ese enorme territorio que abarca varias provincias, no es tanto un lugar en el mapa de la Argentina como una geografía espiritual, unas maneras de ser, unas formas de decir que impregnan su cultura.

El crítico español Valeriano Bozal afirma que la clave del arte contemporáneo es “el arte de fijar la vista”. Manuel Castilla fija la vista en lo que él llamó La tierra de uno, o Norte adentro, con títulos de sus libros que definen la franja de su interés, la cantera de su literatura y, a la vez, la sustancia exclusiva y obsesiva de su elaboración poética.

Ese Norte amplio, que sube hasta la Bolivia de los mineros, que va desde las tierras altas y frías de los pastores y arrieros hasta las zonas tórridas subtropicales de los Ingenios azucareros, con su paisaje, su fauna, su flora y su gente, es en la poesía de Castilla lo que hoy podríamos llamar un ecosistema: la persona en su hábitat, consustanciada con la naturaleza.

Observador minucioso, el poeta conoce cada elemento del paisaje, se fija hasta en el más mínimo detalle: insectos, aves, animales, plantas, son individuos y llama a cada uno por su nombre, con preferencia del apelativo local; los pájaros son charatas, chuñas…; los insectos, apasancas, huancoiros, chicharras, acatancas…; los animales son el suri, la corzuela, el rococo.

Ser sensorial y curioso, detecta las características de cada especie y animiza la naturaleza: los árboles, las plantas, no son un colectivo genérico, sino individuos con personalidad de acuerdo con sus rasgos distintivos: “…los algarrobos llorones de resina…” “el churqui de astas negras”, “…el yuchán panzudo…” o “…el bejuco volcando su azulina inocencia”.

Se puede hablar de una poesía ecológica porque el poeta toma posesión, se hace uno con el lugar, se identifica y se expresa desde cada elemento. Enuncia desde un yo cósmico, presta su voz a cada planta, a cada árbol, lo vuelve individuo y habla desde dentro. Del poema “Los árboles” de La tierra de uno, elijo algunos versos:

…Yo voy a la madera y de ella vengo…

…Vengo desde el laurel que huele como el hombre

desde el fondo del cedro donde dormita la rosa

su amanecer de greda

y de los guayacanes donde comienza el ébano…

…desde el incendio en paz de los lapachos

cuando los tarcos pierden su tierno olvido lila…

…y en las orejas negras del pacará que trepo

oigo los pasos de agua de los que están viniendo

desde la aún callada certitud de la vida…

Y aún hay más, en un alarde de manejo del punto de vista, el yo poético se hace naturaleza y habla y siente con sus pulsaciones:

Ese hongo anaranjado y húmedo / pegado a la corteza de este tronco en el monte / es mi oreja y escucho, hasta el más leve, todos los ruidos de la tierra”

El poeta es el gozante y su canto es la expresión de esa felicidad, de esa integración en el paisaje y de su convivencia contemplativa y deslumbrada bajo las lentas nubes; el poeta como parte y en armonía con su entorno natural.

Junto al poeta ecológico, está el poeta social que denuncia sin estridencias, se solidariza con las personas humildes, pobres y desvalidas, las mira con ternura, se acerca afectivamente, las identifica con nombre propio y con su oficio y se conduele. No necesita violencias ni resentimiento; sin estridencias, con sólo el hecho de fijar la vista, denuncia las condiciones inhumanas; desde una postura firme y solidaria, muestra la injusticia, la dureza de unas vidas; y es la más eficaz de las denuncias porque conmueve, moviliza y obliga a tomar partido. Son poemas memorables como el del hachero “Juan Lucena” o el de “Juan del aserradero”.

Entre estos poemas comprometidos con lo social, un rasgo a destacar es la denuncia de las condiciones de trabajo de las mujeres, en una época (mediados del siglo pasado) y una sociedad nada proclive a las reivindicaciones feministas. Destaco dos magníficos poemas que tratan este asunto: “La palliri”, dedicado al rudo trabajo de la mujer del minero, que junto al socavón de la mina separa a martillazos el mineral de la tierra. Y “Evangelina Gutiérrez”, la niña que llega con sus familiares desde La Quiaca a trabajar cortando las hojas de la caña en un Ingenio azucarero “…y a cada golpe el machete / le va cortando la infancia”.

Como escribió Italo Calvino, un clásico es una obra que nunca termina de decir lo que tiene que decir, que habla a cada época. Castilla admite hoy, entre otras, una lectura desde estas perspectivas ecológica y social.

El tema muestra una sabiduría para fijar la vista. No me detengo ahora en el “cómo”, en la adecuación de los temas con su forma; sólo añado que la vigencia de esta poesía se debe a la destreza en el oficio, la atención a las grandes voces de su época, el oído alerta en una región donde la oralidad tiene una larga tradición, el conocimiento de la copla, el manejo de la prosodia local y demás herramientas que Castilla, con su talento y su vida de poeta, supo procurarse él mismo.

© LA GACETA

Leonor Fleming - Doctora en Letras

> LA PALLIRI
Por Manuel J. Castilla


Qué trabajo más simple que tiene la palliri.
Sentada sobre el cáliz de su propia pollera,
elige con los ojos unos trozos de roca
que despedaza a golpes de martillo en la tierra.

(Un silencio nocturno le trepa por las trenzas
y oscurece la arcilla de sus manos morenas.)

Qué inútil que sería decir que en sus miradas
hay un pozo de sombra y otro pozo de ausencia;
que pudo ser pastora de las nubes
y se quedó en minera,
que pudo hilar sus sueños por las cumbres
viendo bailar la rueca.

La palliri no canta
ni tampoco hila sueños.
La mirada en la tierra
y en la cabeza el cielo
de mañana y de tarde
busca sólo el silencio,
y cuando está a su lado
lo quiebra contra el suelo.

Y no sabe que a ratos, entre brazos recios,
se le duerme el martillo como un niño de hierro.

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