El gaucho, ayer y siempre *
El gaucho, ayer y siempre *
30 Septiembre 2018

Por Carlos Páez de la Torre (h)

Gaucho se llama, simplemente, el hombre de campo argentino. Internarse en los orígenes de esa palabra, es materia, en ocasiones polémica, de los eruditos. No recargaremos demasiado al lector con las disquisiciones de escritorio. Coinciden en que fue en tierras de la Banda Oriental del Uruguay, donde un día se los empezó a llamar, de modo genérico, gauderios. La denominación englobaba todo un universo de jinetes nómades, que se dedicaban a matar reses para sacarles el cuero, el sebo y a veces la lengua: aquellos camiluchos, vagabundos, changadores y demás, que de vez en cuando trabajaban en las estancias.

De gauderio deriva la voz gaucho. Para Paul Groussac, tenía clara ascendencia peninsular. Arrancaba de goderio, como llamaba al gozo el español popular, sin duda traduciendo la voz latina gaudium. Así, “de gauderio saldría gauducho; luego gaucho por una derivación natural, y esta forma triunfó por ser más breve y característica”.

Bonifacio del Carril, uno de los más autorizados historiadores del tema, apunta que esa palabra, traída de la otra banda del Río de la Plata después de 1810, “como todo neologismo, al principio progresó lentamente”. Y que habría sido en un oficio del general José de San Martín, fechado en Tucumán el 23 de marzo de 1814, cuando gaucho se utilizó por primera vez en un escrito oficial. Decía San Martín que “los gauchos de Salta solos están haciendo al enemigo una guerra de recursos tan terrible que lo han obligado a despachar una división”. La voz no tenía todavía buenas connotaciones. Por eso La Gazeta Ministerial, al publicar el 10 de abril la carta del entonces jefe del Ejército del Norte, cambió lo de “gaucho” por “patriotas campesinos”.

El gaucho, ayer y siempre *

El chiripá y el tirador

Nos asomemos al gaucho, en su exterior. Abundan las descripciones de su atuendo y su estampa en el siglo XIX, escritas por unos cuantos argentinos y sobre todo por los tan observadores cronistas extranjeros. Blanco, o más generalmente mestizo de tez, no cabía la gordura en un físico nervudo y entrenado por la vida al aire libre. Usaba una camisa y una chaqueta corta. El espacio que va desde la cintura hasta las rodillas, estaba ocupado por el chiripá, “manta de forma cuadrilonga que, pasándose entre los muslos, hacía las veces de pantalón”.

La sujetaba a la cintura una faja de cuero, el tirador, que tenía dos o tres bolsillos, para guardar dinero o algún papel necesario, y se ajustaba adelante, a modo de broche, con la rastra, pieza de metal fino (plata, oro o ambos) con botones y cadenas que la unían al tirador.

Debajo del chiripá, usaban un calzoncillo largo, de tela ligera y clara, que les cubría las piernas hasta el tobillo, y que terminaba en “randas, cribas o flecos”, como detalle en el que se esmeraba el paisano presumido. Calzaba la llamada bota de potro, cuya caña llegaba hasta debajo de la rodilla y que era sacada de las patas de un potrillo. En 1826, el viajero inglés Edmond Temple describió el procedimiento para confeccionar estas prendas “peculiares de este país”. Decía que no las hacía un zapatero, “pues no hay ni una costura en su construcción: la pierna, el pie y la suela son de una sola pieza, y sientan admirablemente”.

Bota, espuelas, facón y poncho

Consignaba la receta: “Tómese un caballo muerto y córtense las piernas traseras bastante más arriba de los jarretes; bájese la piel hasta las pezuñas, exactamente como si sacara un media; cuando esté sacada, quítese el pelo con un cuchillo afilado y sáquese cualquier partícula de carne que hubiera quedado adherida en el interior”.

Esta piel se ponía a secar y, mientras duraba el secado, el gaucho se las probaba dos o tres veces, “a fin de que tomen la dimensión, forma y figura de las piernas”. Toda la operación podía ejecutarse completa en una semana. Agregaba el viajero Temple que “la gente de aquí ni siquiera cose el extremo del pie, sino que deja que los dedos grandes salgan, por conveniencia del estribo, el cual es tan pequeño que sólo los dedos caben en él, y ellos a veces soportan todo el peso del cuerpo. Las botas son muy livianas y en todo sentido suaves como un guante”…

Espuelas con enormes rodajas estaban amarradas a los talones del gaucho. En la cintura, con su vaina y colocado debajo del tirador, llevaban un gran cuchillo, el facón. Temible arma de defensa, servía para todo, desde cortar la carne o los tientos, hasta practicar un agujero en el cuero, o cavar. Indispensable era también el poncho, manta de lana cuadrilonga con una abertura en el medio para pasar la cabeza. Se llevaba generalmente doblado y amarrado a la montura: puesto, el poncho llegaba hasta la rodilla. Además de proteger al gaucho del frío y de la lluvia, tenía docenas de otros usos, que iban desde servir de almohada hasta el de escudo, arrollado al brazo izquierdo, en los duelos a facón.

El gaucho, ayer y siempre *

A pie, inconcebible

Algo fundamental y clave para el gaucho era su caballo: había aprendido a montarlo con impresionante destreza desde la más tierna infancia. Por lo general había corrido a su cargo la tarea de pescarlo y de amansarlo.

“El gaucho y su caballo son gemelos legendarios. A pie es un ser inconcebible: sería un peón, pero nunca un gaucho”, afirma Ezequiel Ramos Mexía, quien los trató de muy cerca. Caballo y jinete se entendían a la perfección. Pero aquel no dejaba de ser un instrumento.

Al inglés Edmond Temple le asombró la crueldad con que muchas veces el gaucho trataba a su montura. Pero reflexionando, le pareció que esa crueldad “es por ausencia de sentimiento, no por indulgencia de pasión”. Así, decía, “aguijonearán, espolearán y azotarán una bestia hasta donde pueda llegar, y si queda imposibilitada, o se para o cae, como he visto frecuentemente, quitarán tranquilamente la silla, mientras cantan una copla; la colocan sobre otra y dejan al infortunado animal morir en el camino, sin perder su calma; ni el propietario del animal, ni el que lo monta, ni el espectador -salvo que sea algún extranjero, como yo- mostrará el menos síntoma de sentirse conmovido u ofendido ante la escena”…

El caballo del gaucho estaba ensillado de diversas maneras, según la región por la que circulaba el jinete. Era muy diferente el ensillado del Río de La Plata, por ejemplo, al usual en las provincias del norte de la Argentina.

* Fragmento de Gauchos. Icons of Argentina.

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