De borrachos, fanáticos y ecologistas

De borrachos, fanáticos y ecologistas

En un reciente foro de ciencia y técnica, el ministro del rubro expresó que el ecologismo militante es a los ecólogos científicos lo mismo que los borrachos a los enólogos. Usó la ingeniosa figura para caracterizar la oposición irresponsable y sin bases científicas contra actividades productivas modernas como la agricultura tecnificada o la “megaminería”. Comparemos la metáfora con otra que se ha propuesto: el ecologismo como fundamentalismo religioso.

08 Julio 2018

H. Ricardo Grau 

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

La borrachera nubla la vista; no tiene la claridad de la ciencia, pero salvo casos extremos no produce alucinaciones. El borracho es débil, impreciso, tambaleante. Su afección, aunque por lo común recurrente, es pasajera. Es individualista, a lo sumo se congrega con unos pocos curdas amigos por compartir el rato sin propósitos ulteriores. Puede ocasionalmente caer simpático, pero nadie lo toma en serio. Puede también “hacer macanas”. Su desatino manejando un auto, por ejemplo, puede resultar en un homicidio culposo, pero no en un crimen premeditado ni menos en uno consensuado o festejado por las masas. Hay quienes afirman que el alcohol, al anular filtros racionales, puede revelar epifanías poéticas o intelectuales interesantes. Más frecuentemente genera un raro disfrute de la inocente ironía y el cinismo placentero. Puede tener ideas o iniciativas nobles, aunque las desmerezcan sus modales torpes.

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Al religioso fundamentalista no “se le pasa” de un día para el otro. Sus desinhibiciones no son un momentáneo desprecio del control social, sino una postura basada en la aprobación de un grupo de referencia, la tribu, que puede ser grande y organizado. No motiva sus actos una borrosa intuición ni una sensibilidad anestesiada, sino el miedo y, más importante, la certeza del Mal. Eso le da fuerza y convicción. No es inseguro; la tiene clarísima. Su capacidad de construir y destruir es transcendente. Puede levantar templos de conmovedora belleza, que debe menos a la originalidad que a la sensación de grandeza que comunica. Puede condenar libros y personas al escarnio público o a la hoguera purificadora.

¿En cuál de estas tipologías cabe, por ejemplo, afirmar que la soja transgénica es un peligro directo para la salud humana; o que pesticidas y vacunas son un invento del marketing de grandes empresas, y no una contribución imprescindible a la salud y la seguridad alimentaria? ¿Enjuiciar al científico que más ha contribuido a la Ley de Glaciares porque no los mapeó hasta el último detalle?

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No percibir que buena parte de la “megaminería” tiene controles y estándares ambientales más altos que la minería de pequeña escala, ¿es tener la mirada nublada o ver una realidad paralela? Para volverse cosa seria, las religiones proscriben o limitan el alcohol, pero en sus estadios incipientes comulgan con fermentos, humaredas, chamanes y otros borrachines faloperos: es posible que el ecologismo irracional tenga componentes explicables por ambas actitudes del espíritu. La siempre revisada teoría, los datos, la transparencia, la desprejuiciada discusión, son las herramientas con que cuenta la ciencia, pero su eficacia varía en uno y otro caso. Sería fácil si el ecologismo de barricada fuera representado fielmente por la metáfora del ministro; sólo habría que cuidarse de la resaca, los despojos y desmanes de una fiesta estudiantil ruidosa y descontrolada. Ojalá (quiera Alá) que así sea.

© LA GACETA

H. Ricardo Grau - Director del Instituto de Ecología Regional (Conicet - UNT).

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