Expreso de medianoche

Expreso de medianoche. Ya, pero ya mismo, necesitaría el emoticón de la manito en la cara. Es importante, porque quizás sea mi único aliado para explicar lo que fue el viaje en tren de Moscú a San Petersburgo, más cómodo imposible hasta un cruce de confraternidad con dos amigos inesperados. Militares ellos, tan embebidos como Dios pudo darle espacio en sus humanidades. El encuentro se da culpa de una trampa, admito, fumar a hurtallidas. Culpable.

Max, el camarero del bufet y nuestro mejor amigo en el viaje, me lleva a un espacio entre vagones. “fume acá, amigo, pero tenga cuidado”, me dice mientras él exprime uno de esos cigarrillos finitos estilo Virginia. Copado. Tiramos la colilla por una grieta y me dice, “no pasa nada, esto es Rusia”. Bueno. Del lugar prohibido hasta mi vagón, había que cruzar de nuevo el bufet y otras dos naves más. La medianoche del lunes era parte ya de mi caminata. Hago un stop donde consigo señal para hacer una video llamada a Tucumán. Error. Frente mío, los borrachos desconocidos me saludan. Respondo. “Aryentinaaaaaaaaaaaaaa”, sí, señor, argentino. Mi sí fue mi acta de defunción. Juro.

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Los rusos, que en realidad no eran rusos, sino uno nacido en Bielorrusia y otro en Ucrania, la Ucrania pro rusa, me invitan a acompañarlos. Uno no cazaba una en inglés, el otro, mentía que otra cosa. El que apenas entendía algo del idioma, me abraza y me pregunta cómo veía yo a su amada Rusia contra Uruguay. “Complicado”, le respondo. Para qué. El pelado, según me confiesa después de cinco shots de vodka míos, a los cuales me vi obligado a tomar porque en Rusia es tradición, me cuenta que era parte de algo así como del servicio secreto. No era un Black Ops (operaciones encubiertas), pero sí militar. El que estaba enfrente nuestro, un gordo pepón maravilloso de cachetes rosados, me mostraba sus fotos de cuando empezó en el servicio y de ahora cuando ya tenía el cargo de Mayor. Groso. Lo suyo es la ingeniería atómica, me comenta, pero casi que aclara que nada tiene que ver con bombas sino con energía para su país. Bien.

No paran más. La charla, en un ruso inentendible para alguien que no lo habla, y un inglés sucio como lucha en el lodo, era ya a pura seña y a puro shot. Había que compartir y acompañar con unos jamones y salames que debían pasar por una salsa picante, saborearla su chile y después comer la porción del embutido. ABC.

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El pelado, que perdió la visión de un ojo, tenía una mirada clínica. Su ojo celeste como cielo parecía tener la capacidad de analizarte sin que vos dijeras una palabra. Las que él me decía a mí, con ese pedal que tenía, son imposibles de reproducir. Sorry. Cargó contra Estados Unidos, le pegó a Lionel Messi, a nuestra Argentina, porque viene haciendo un flojo Mundial, y también contra Uruguay, la celeste que los barrió ayercito mismo, quedándose con el grupo A, pero que él creía que podían vencer. No, papi, difícil, le dije. Dicho y hecho. Los mozos del bufet vieron que la cosa iba a pintar para largo, entonces, precavidos, fueron avisándoles a estos comensales que a las 3 AM se les cortaba la jodita. Gracias, Dios. En esa, como si hiciera falta una ayuda del cielo, caen dos chicos de Pakistán. El mayor, director de recursos humanos de una petrolera francesa en su país, cargaba una botella de whisky que los rusos no pudieron evitar probar. Ya era demasiado. Quería volar. Hice el intento. Fallé. El pelado de uno solo ojo me aplicó una llave al cuello. Onda mataleón. “Te quedás, hermano”. Bueno, dale, un ratito más. Todo bien.

La campana. El gordo pepón estaba ido, si no se durmió en la mesa fue porque tuvo una batería extra. Igual, ya estaba en otra dimensión. Los pakistanís hablaban, el pelado respondía. Ninguno entendía que se decían, hasta que el pelado tiró un broma de humor negro que nos salvó la parada a todos, a mí y a los buenos de los paquistanís. “terrorist”, les dice. No, no, pará, “turists”, turistas, “may fren”. “Ah, ok, ok”, se encoje de hombros el pelado, que nos regala un último abrazo de oso y nos libera. Había que pagar la ronda y volar. Cueste lo que cueste.

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