La historia de un caballo que despertó la solidaridad de un vecindario de Yerba Buena

La historia de un caballo que despertó la solidaridad de un vecindario de Yerba Buena

De un “frigorífico” a la vida. Víctor y Virginia tienen una cadena de amigos.

CAMINATA. Cuando salen de la escuela, unos hermanitos de la diagonal Norte buscan al caballo para pasearlo.  LA GACETA / FOTOS DE ANALÍA JARAMILLO.- CAMINATA. Cuando salen de la escuela, unos hermanitos de la diagonal Norte buscan al caballo para pasearlo. LA GACETA / FOTOS DE ANALÍA JARAMILLO.-

Llueve. Hace frío, en comparación con los días anteriores. Al caballo le da un escalofrío. Virginia se pone en cuclillas, le levanta la pata izquierda y le pasa una gasa con un producto medicinal por la pezuña y más arriba. Hace un mes y medio que ella -Virginia Aguirre, 25 años, estudiante de Veterinaria- le hace cuatro curaciones diarias a él -Víctor, seis años, mestizo-. Pero lo llamativo no es esa dedicación, únicamente. Tampoco lo es el hecho de que ella le haya salvado la vida, prácticamente. Lo curioso es que todo ocurrió a la vista de un vecindario y provocó una cadena de solidaridad.  

Virginia y Víctor se conocieron el 28 de febrero. Fue ella quien llegó hasta donde estaba él, en un terreno en la zona de La Olla, al final de la avenida Perón, en Yerba Buena. El encuentro no fue casual: le habían contado que el animal llevaba tiempo enfermo. Que le habían dado un machetazo. Y que la herida se le había infectado. “Su pata era un horror. Tenía una cantidad increíble de gusanos”, recuerda. Buscó a su dueño y le propuso comprárselo. Pero el hombre se negó. Tenía pensado venderlo a un frigorífico, le dijo.

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Ella insistió, con el argumento de que le pusiera el precio que quisiera. Y así, con una buena cuota de obstinación, se lo llevó. “Me di cuenta de que estaba sufriendo porque apenas lo agarré, me siguió”, cuenta. Al día siguiente, el dueño debía ir a cobrarle. En vez, la llamó por teléfono para decirle que podía quedárselo sin que le diera ningún dinero a cambio.

Para ese momento, ella ya lo había bautizado Víctor (”en realidad, le había puesto Victorioso porque yo decía que iba a salir airoso; después, le quedó Víctor”). Ya había convencido a la familia de tener un caballo en la vereda de la casa, ubicada atrás del campo deportivo del club Tucumán Rugby. Y ya le había pedido ayuda a uno de sus profesores, Pablo Stagnetto. Pero el rescate no iba a resultarle sencillo.

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Víctor tenía una herida tan infectada que cuando Stagnetto lo vio no creyó que fuera a recuperarse. Le habían cortado los tendones y su estado, en general, era lastimoso. No podía estarse de pie y le sobresalían las costillas descarnadas. Si Virginia quería salvarlo -pensó-, iba a necesitar ayuda. Entonces puso manos a la obra. Le indicó antibióticos; antisépticos; vendajes; un plan alimenticio y remedios para quitarle los parásitos.

No obstante, la enfermedad no iba a ser el único obstáculo. De a poco, a los residentes del loteo Las Higueritas -como se conoce a ese sector del municipio- comenzó a inquietarles la figura del caballo en la vía pública. En un grupo de Facebook escribieron una acusación sobre maltrato animal. Virginia no se amedrentó. Una a una, atendió a las personas que se acercaban a preguntarle qué hacía el caballo ahí. Y acabó sumando voluntades a la causa.

Un día le tocó el timbre Mabel Delgado, la señora de la esquina. Al siguiente lo hizo Daniela Castro, la vecina de la par. Una noche llegó Nicolás Bussola, el muchacho de la vuelta. Otra vez golpeó sus manos Mariano Becerra, un referente del hockey tucumano. Hace poco, estuvieron Soledad Melhem, veterinaria especialista en caballos deportivos, y Matías Alvarado, herrador.

Hoy no son sólo las manos de Virginia las que acarician el lomo del animal. Son las de Mabel, que le abre el portón de su jardín y le convida zanahorias. Son las de Daniela, que lo invita a jugar con sus niños. Son las de Nicolás, el encargado de alimentarlo por las noches. “Ayudo en lo que puedo”, relata Mabel. “El caballo se encariñó con mis hijos. Ayer lo traje a comer el pasto, pero terminó comiéndome las plantas”, se ríe Daniela. “Pensaba que no se iba a salvar. Estaba deteriorado. Ni siquiera podía pararse. Es increíble como ha mejorado”, añade Nicolás.

Y si el relincho pudiera interpretarse como un gesto de reconocimiento, se podría decir que Víctor los reconoce. Relincha cada vez que alguno de ellos se le aproxima. Stagnetto calcula que hoy debe pesar unos 320 kilos, 70 kilos más que los 250 con los que fue hallado aquel día de febrero. Tampoco él puede creer que haya sobrevivido. Por eso felicita a su alumna. “Si no la freno, me convierte la casa en un zoológico”, se oye decir a la madre, en un tono en el que el reproche se diluye ante la admiración. “A todo el mundo le da pena. A cada momento, alguien nos toca el timbre para ofrecernos ayuda”, prosigue Virginia. O le traen un fardo de alfa. O le acercan avena. O un bozal, como el que Víctor lleva puesto y que ha sido el regalo de un automovilista.

Con las lluvias de abril y el invierno a la vuelta de la esquina, Virginia sabe que los tiempos se acortan. De ahora en más toca perseverar. La cicatriz hipertrófica -como se denomina en medicina a ese tipo de lesiones- aún no ha cerrado. Recién cuando eso ocurra, podrá llevárselo a su casa en Tafí del Valle o a alguno de los campos que sus vecinos le han ofrecido. Quizás Víctor jamás pueda ser montado, le han dicho los veterinarios. Pero eso es lo de menos; el caballo vive.

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