Tucumán, 1988. Las crónicas de LA GACETA informan sobre magistrados denunciados por la presunta comisión de delitos, con causas radicadas en la propia Justicia a la que pertenecen. En paralelo, crece el número de vacantes en áreas decisivas: los artículos alertan que la Justicia penal no puede funcionar porque cuatro juzgados de Instrucción están acéfalos. Existen también sospechas por el nombramiento de los magistrados subrogantes y los pedidos de destitución de jueces -con acusaciones graves- sistemáticamente fracasan en la Legislatura. En el medio, los actores políticos se disputan la integración y el control de la Corte, cuerpo que se manifiesta impotente para controlar la disciplina del personal. Un ex vocal advierte sobre la “repartija política” de la magistratura mientras trascienden los actos de amiguismo y de nepotismo, y las demoras injustificadas en causas de interés general. La cúpula judicial cruje por los tironeos entre el alto tribunal y el Ministerio Público: en los intersticios de esa pelea, afloran hechos de corrupción. Aumentan la litigiosidad y la demanda imperiosa de reformas procesales al galope de expedientes que desaparecen o son paralizados en las narices de quienes deben vigilarlos. Y el Colegio de Abogados, indignado por la “insólita” prolongación de una acefalía durante 15 meses, critica a la Corte: la trata de inoperante, le reprocha su ajenidad frente a la realidad institucional, y pide a sus integrantes que den un paso al costado por altruismo y dignidad.

En ese pandemonio, la letrada Ana Samez y otros colegas toman la decisión de promover un juicio de amparo para que el Poder Judicial ordene al Poder Ejecutivo la designación inmediata de jueces, iniciativa que, en aquel momento, era una excursión jurídica jamás intentada. Entonces había -como hoy- nueve despachos en condiciones de ser cubiertos por el gobernador: también había -como hoy- un mandatario sin voluntad para nombrar magistrados y, por ende, una Justicia carente de sentenciadores, una Justicia en vías de extinción.

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Agobiado por la judicialización de Samez y la exposición del absurdo de una máquina judicial sin operarios, aquel Gobierno hace lo que este prometió y cubre, in extremis, las vacantes que habían dado lugar al amparo. Aunque el conflicto había devenido abstracto, el 4 de agosto de 1989 la Corte de Tucumán sienta posición sobre lo que considera un “endémico trastorno” que afecta la regularidad de los Tribunales. En el fallo “Samez”, el máximo estrado local dice que los poderes políticos no advierten la dimensión del problema que provocan con su mora; que la Constitución no deja opción para nombrar o no nombrar magistrados, ni concede tiempo indefinido para diferir la acción, y que el impedimento al funcionamiento normal de la Justicia agrede al esquema republicano. “La Corte hace estas consideraciones pues no maneja la fuerza ni el presupuesto: sólo dispone de razones. Y lo que ha acaecido y sucede incumple con el postulado del Preámbulo de la Constitución Nacional: ‘afianzar la justicia’. No existe posibilidad de desarrollo del sistema democrático sin un Poder Judicial efectivo, dinámico e independiente”, afirma -todavía- el fallo “Samez”.

El deterioro institucional había ido demasiado lejos y aquel pronunciamiento sin precedentes de 1989 desde luego no pudo evitar que, dos años después, el ex presidente riojano declarara la intervención federal de Tucumán. Esta Justicia del presente desciende, guadaña menemista mediante, de la de 1988: un príncipe del foro diría que son tan parecidas que cuesta distinguirlas. Tan parecidas que no se sabe si este análisis se refiere a la realidad del presente o a la que había hace 30 años: las escenas se repiten hasta el punto de poner en tela de juicio la noción misma de la historia.

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Antes, ahora y siempre mientras los jueces sean elegidos por el Poder Ejecutivo con acuerdo de la Legislatura, la cuestión central orbitará alrededor de cómo morigerar esa dependencia o, dicho de otra forma, cómo fortalecer la independencia que la magistratura necesita para controlar y juzgar a quién la puso en esa situación. Por ello si hoy escasean los jueces, no queda otra alternativa que mirar hacia quién los nombra y hacia cómo desempeña esta potestad. Y consistentemente ese ejercicio conducirá a advertir que un Poder Judicial ágil, ejemplar y, sobre todo, valiente es la pesadilla de los gobernantes que han cometido excesos y en la nuca sienten el soplo del Código Penal.

El oficialismo que, con altibajos, desde hace por lo menos tres décadas viene apostando a despoblar los Tribunales es el mismo que, so pretexto de la necesidad de cubrir las vacantes judiciales, inventó el atajo de los jueces transitorios o subrogantes, que gozan del beneficio económico que acarrea la investidura, pero no de la estabilidad. Dicho de otro modo: tienen ingresos inaccesibles para la mayoría de los letrados litigantes, pero su permanencia está sujeta a los designios del poder político, que podrá acelerar sus reemplazos, prolongar sus estadías provisorias o bien, y llegado el caso, designarlos a perpetuidad. Las inquietudes que existían sobre la independencia de los jueces y fiscales vitalicios en funciones, sobre todo en el decisivo fuero penal, hoy se multiplican ante la perspectiva de jueces y fiscales con fecha de vencimiento, cuyo carácter de sustitutos ya lleva implícita una mayúscula debilidad.

El juego de las vacantes judiciales está a la vista para quienes quieran ver. También está a la vista la Encuesta Nacional de Victimización con resultados catastróficos para esta provincia. Esa medición desarrollada por el Indec y el Ministerio de Seguridad de la Nación concluye, entre otros corolarios, que los tucumanos sobresalen en el país por su conocimiento de las fiscalías y de los tribunales, y, también, por la desconfianza que les tienen: es el índice de desprestigio más alto del país. Resulta que “Samez” tenía razón en aquello de que si la administración de justicia funciona mal, con el andar del tiempo el pueblo empezará a dudar de la bondad de sus instituciones.

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