Sin palabras

En los mejores años del Renacimiento, Leonardo Da Vinci se propuso volar como los pájaros y le resultó imposible. El profético escritor Julio Verne solo pudo imaginar el Nautilus, pero jamás consiguió construirlo. Miguel Angel pudo capturar apenas una ínfima parte de la esencia divina en los frescos de la Capilla Sixtina; y Marguerite Yourcenar apenas pudo capturar una parte de la grandeza y decadencia del imperio romano en su inolvidable “Memoria de Adriano”. No obstante, la búsqueda de la perfección a través de la superación personal siempre fue y será una constante en el hombre. Una constante que a veces se pierde de vista, como sucede hoy en esta desgastada y penitente Argentina, donde el lenguaje ha dejado de ser una herramienta de distinción para transformarse en una suerte de culto al mal gusto.

Ya prácticamente se ha olvidado, por ejemplo, que el lenguaje es nuestro más importante patrimonio; la herramienta que nos coloca un eslabón por encima de los simios. Sin embargo, la incapacidad para comunicarnos con un mínimo de calidad en el buen uso de las palabras no parece molestar a casi nadie. Menos aún a las autoridades y dirigentes que deberían marcar el rumbo. Hoy se considera mal hablado al que grita groserías sin ton ni son, pero no se da importancia a la carencia de habilidad para hilvanar una descripción o verbalizar correctamente un acontecimiento. Es más: se ha perdido por completo la ironía, que era un rasgo identitario argentino que revela inteligencia, y pasamos a la grosería y el desentono. Y lo que es más grave, a la violencia verbal, puerta de otras violencias. Esto va saltando en boca de un político, de un gremialista o de un dirigente deportivo.

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Los lingüistas señalan que el esquimal tiene quince vocablos para los diferentes estados de la nieve. Nuestro paisano disponía de doscientos nombres para los pelajes del caballo. Pero si cualquier hijo de vecino va al campo no puede distinguir sino tres o cuatro pelajes, porque no dispone de las voces que los mentan. Los matices de la realidad se perciben con palabras que los distinguen. No es lo mismo “bonito”, que “hermoso”, “bello” o “atractivo”. Esto es, según los expertos, lo que está pasando con nuestro idioma. No sólo los jóvenes han reducido su lenguaje a una cacofonía apenas entendible, sino que los adultos hemos desechado la riqueza formal de las palabras para usar sólo las más chavacanas. Como si fuera un signo de los tiempos.

Hamos olvidado que el gen de una nación está alojado en el idioma. Somos lo que hablamos. O, mejor dicho, lo que mal hablamos. Y hoy, a no dudarlo, nuestro lenguaje sufre el mismo destino que cualquier cosa pública: muy pocos lo respetan, casi nadie lo valora y muchos lo agreden. Basta con encender la televisión o la radio para comprobar hasta que punto nuestra oralidad se ha vuelto como un campo de cardos: agresiva, dura, espinosa… sin matices. Y ni hablar del encanto al que hacía referencia Martin Heidegger, cuando decía que el hombre mismo habita en las palabras. Por eso el uso del lenguaje exige responsabilidad. Porque a través de las palabras nombramos la realidad. Y, al nombrarla, las cosas comienzan a existir, como pasa en el primer verso de las Sagradas Escrituras. Ahora bien, si lo que dice Heidegger es real... ¿por qué nos empecinamos en hablar cada vez peor? ¿Por qué incomprensible razón los términos más vulgares se han convertido ya en vocablos comunes que repetimos como mantras a toda hora y en cualquier lugar? ¿Por qué a nadie le molesta que le digan, por dar el ejemplo menos grosero: “che, boludo, estoy a un toque de tu bulín… ¿tomamos una birra?”. O -lo que es aún peor- ¿por qué hasta las jovencitas se llaman a sí mismas boludas, cuando en realidad deberían decirse ováricas, como sugiere Pedro Barcia? Aceptémoslo de una buena vez… somos malhablados. No se trata, claro está, de caer en la pacatería infantil de usar sólo términos cultos. Pero tampoco es cuestión de abandonar aquello que nos legaron. Porque, lo que dicen los poetas es cierto: el lenguaje es un tesoro. Como lo era el arte para Leonardo o Miguel Ángel. Entonces, a la hora de abrir la boca y lanzar una frase al viento, recordemos primero que la palabra es un reflejo de nuestro propio espíritu. Y, eso basta para merecer nuestro respeto.

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