Los 36

En su “Libro de los seres imaginarios”, Jorge Luis Borges se apoya en una leyenda de la tradición judía para llevar al extremo una creencia que ya había planteado en su famoso poema “Los justos”: que hay seres en este mundo que nos justifican ante Dios. Se refería básicamente a los llamados Lamed Wufnik, seres que no se conocen entre sí, pero que sostienen al mundo en absoluto secreto. Borges, incluso, los describe. Dice, por ejemplo, que si alguno de estos hombres rectos descubre por casualidad su condición, muere inmediatamente y otro -tal vez en algún remoto país del orbe- toma su lugar. Son, por decirlo de alguna manera, los pilares misteriosos de nuestro universo. A tal punto que, si no fuera por ellos Dios aniquilaría al género humano con un simple chasquido de dedos. Se dice también que son extremadamente modestos, humildes y bondadosos; como salvadores invisibles. Su heroísmo es tan sigiloso que casi nadie lo advierte. Sin embargo, su eficacia puede ser colosal; tanto, que la sola cadencia de sus actos alcanza para establecer una frontera entre el cielo y el infierno.

¿Y por qué son 36 y no, por ejemplo, 50? ¿O 10 como le pidió Lot a Dios para evitar que destruyera Sodoma y Gomorra? ¿O más de 1.000? Porque, para los cabalistas, el 36 es el número de la solidaridad cósmica y también el del encuentro de los elementos y las evoluciones cíclicas. En efecto, 36 es lo que mide el cuadrado de lado 9, es también el valor aproximado del círculo de diámetro 12 y tiene una clara resonancia de los 360 grados de la división de la circunferencia y del año lunar. Por otro lado, para los chinos el 36 es el número del “gran total”. Además, la mayoría de los ciclos cósmicos son múltiplos de 360. Y por si faltaba algo, 36 es la suma de los cuatro primeros números pares y de los cuatro primeros nones, lo que hizo que los pitagóricos le atribuyesen el nombre de “gran cuaternario”. Por lo tanto, no es de extrañar que en la Cábala -disciplina de pensamiento esotérico relacionada con el judaísmo que analiza los sentidos recónditos de la Torá- se considere que son 36 los hombres que sostienen la paz en el mundo.

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Eso dice la tradición judía... Pero... ¿será así en la vida real? Borges lo anhelaba y por eso confeccionó “Los justos”, donde además hace una enumeración de esos 36 hombres que sostienen al mundo: “el que cultiva su jardín, como quería Voltaire; el que agradece que en la tierra haya música; el que descubre con placer una etimología; los empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez; el ceramista que premedita un color y una forma; el tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada; una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto; el que acaricia a un animal dormido; el que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho; el que agradece que en la tierra haya Stevenson; el que prefiere que los otros tengan razón...”

Esos son los justos de Borges. Los que dan esperanza al mundo. Y por eso, ese poema representa también una necesidad incontrastable: la necesidad de que en nuestra sociedad consumista, atrevida y oscura exista realmente un contrapunto; algo que equilibre la balanza. Sobre todo ahora, que muchos políticos siguen vociferando su legalidad para amordazar la ética y dar vía libre a la corrupción. Es una época donde casi no se cultivan jardines sino que se los aniquila (basta ver nuestro microcentro casi huérfano de sombra), no se lee libros (porque la educación naufraga en el facilismo), ni se prefiere que otros tengan razón. Se opta por desahuciar a los ceramistas y a nadie se le ocurre ya justificar un mal que le han hecho, sino que se opta por militar en la venganza.

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Por eso, ahora más que nunca se necesita a los justos. No para que administren Justicia, sino para que su sola presencia nos redima. No es nada sencillo encontrarlos, pero seguramente andan por ahí, a la vista de todos, pero invisibles. Salvándonos del fin. Probablemente no aparecerán en los diarios o en la TV; ni firmarán columnas como esta. Sin embargo, si nuestra mirada fuese un poco más sutil y -tal vez- más limpia, podríamos por un instante percibirlos y dejarnos ensanchar el alma con sus ejemplos. Porque... están ahí. ¡Seguro que están! No sabemos sus nombres, pero están. Y tal vez usted, lector, sin saberlo... es uno de ellos.

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