El llanto de Yerba Buena

Tan iluminada y oscura al mismo tiempo. Moderna por donde se la mire, pero antigua en los lados que nadie quiere ver. Así es Yerba Buena, esa encantadora ciudad de la que todos se enamoran y enojan casi al mismo tiempo. Nacida para ser grande, pero manejada para ser una más del montón. No es la letra de un tango, de esas que hacen piantar un lagrimón, pero la realidad de esta localidad tiene mucho de “Cambalache”.

No hace falta recorrer mucho tiempo para recordar lo que nunca más volverá a ser en esa ciudad. Aprender a andar en bicicleta por la vereda de la avenida Aconquija, las escapadas a la siesta para disfrutar de los nísperos de la vecina que siempre se enojaba por la mugre que dejaban los chicos y hasta ir a hondear en los cañaverales (por qué no chupar una caña también) lejos de la mirada de los rondines que cuidaban los campos de los Frías Silva, el límite de lo inimaginable en el norte de la ciudad.

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Hacer las compras en el súper Tauro o en García. Comprar medicamentos en la farmacia de Don Pedro o ser atendido por alguna urgencia por el doctor Pera. Hacer la previa en Zaz antes de ir a bailar a las fiestas de las casas del barrio Viajantes, disfrutar de una insuperable “mila” de “Chacho” o, en su defecto, cuando los bolsillos estaban flacos, El Ángel siempre terminaba siendo una buena opción.

En menos de 40 años el desarrollo se apoderó de la ciudad. Bancos privados y oficiales, sedes de Anses y de Pami, tres shoppings, oferta gastronómica para elegir, boliches, concesionarias de vehículos, edificios de departamentos y de oficinas, countries, barrios privados, la avenida Presidente Perón, hoteles, centros médicos, cuatro líneas de ómnibus, taxis, gimnasios, cadenas de supermercados, drugstores, colegios y universidades, le dieron vida a una localidad que cambiaba a pasos agigantados transformándose en la joya de la provincia.

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Pero, en realidad, vale la pena hacerse la pregunta: ¿hubo un cambio? Sí, pero no todos los necesarios o, por lo menos, los que los vecinos vienen esperando desde siempre. A saber no toda su población puede contar con servicios tan esenciales como gas natural y cloacas. Este punto es más polémico aún si se tiene en cuenta que las inversiones realizadas no alcanzaron para construir los colectores, por los que algunos siguen esperando para poder estrenarlas, aunque hay muchos que hicieron conexiones clandestinas sin importar que estén contaminando las napas.

Ver a la avenida Aconquija transformarse en un río es otra imagen histórica. Mariano Campero, actual intendente realizó una importante obra para acabar con ese flagelo. Lo consiguió a medias porque las autoridades se olvidaron de crear una guardia para mantener limpias las alcantarillas los domingos y feriados. En otras palabras, el sistema sólo funciona de lunes a sábados al mediodía.

Lomos de burro

Desde la llegada de la democracia, los dirigentes políticos (intendentes, concejales y funcionarios) dieron que hablar. Desde Hipólito “Polo” Delgado, al que intentaron expulsar como edil por no querer cobrar una suma extra por unos fondos que habían llegado desde la Nación, hasta el caso de Aranda, que no puede asumir por caprichos políticos de gente que nada tiene que hacer en esa ciudad. Intendentes que, aprovechándose de la fiebre del desarrollo, con complicidad del Concejo Deliberante, se encargaron de ultrajar sistemáticamente el Código Urbano que establecía en qué lugar se debía construir y qué construcciones se debían desarrollar para mantener el verde que le da vida a esa localidad.

La incapacidad de las gestiones tienen una escultura en su honor: los lomos de burros que se instalaron primero en la avenida Aconquija, después en la Solano Vera después y ahora en la Presidente Perón. También llamados reductores de velocidad, que no están autorizados por la Ley Nacional de Tránsito, son una prueba contundente de que las autoridades no han encontrado la manera de solucionar los problemas que se generan con el cada vez más complicado tránsito.

Habría que preguntarle la opinión a un vecino que vive sobre la Aconquija y que debe aguardar como 10 minutos para poder salir o aquellos que no pueden ingresar a sus casas porque algún cómodo estacionó su auto en la entrada del garaje. Lo mismo habría que hacer con los habitantes de la Perú que padecen con las pérdidas de agua y con los habitantes de los barrios más alejados a los que siempre se olvidan de recoger la basura.

En Yerba Buena hay dos símbolos que enorgullecen a sus vecinos. El CAPS Ramón Carrillo fue construido por los materiales que compró una Cooperadora integrada por ciudadanos ilustres y desconocidos que pensaron en el bien común de todos y no en el particular de unos cuantos.

Quizás muy pocos se acuerden, pero “Ramoncito”, el verdulero que estacionaba su camioneta con productos en la esquina del Mástil, marchó 24 horas sin parar con el único propósito de conseguir lo que hacía falta para terminar con la obra. El otro es Tucumán Rugby, un club que soportó muchas crisis y salió adelante con el aporte de todos sus socios, sin adueñarse de tierras de nadie y sin violar ningún código urbano para crecer.

Y justamente, Yerba Buena será una ciudad en serio cuando de una vez por todas se dejen de lado los intereses particulares. Hay que pensar en el bienestar común para llevar algo de orden al caos que generaron años de inacción de sus dirigentes y de acomodar las normas en pos del llamado desarrollo. Hay cosas que, evidentemente, no se corregirán, pero al menos será una ciudad que dejará de llorar por tanto descontrol.

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