La ronda del vigilante
11 Septiembre 2017

Héctor Costilla Pallares - Columnista invitado

Quiero volver a los caminos distantes de un paisaje siempre deslumbrado en el recuerdo. Pretendo que la memoria me ayude a referir alguna de esas semblanzas, simples, de una época llena de sentimientos apacibles. Recuerdo que una quietud, que parecía detener los latidos del tiempo, llenaba las noches de Tucumán. Rompía el silencio el paso de los caballos de los escuadrones cuando pasaban por la calle cumpliendo con su tarea de vigilancia nocturna. En aquellos días, los vecinos acostumbraban en el verano a sacar las sillas para sentarse en la vereda. Muchas veces algunos se quedaban dormidos y estaban entrando “a buscar la cama” después de medianoche. Nuestra ciudad mostraba conventillos en pleno centro, los más grandes eran los de calle Córdoba al 900, que tenía 44 habitaciones (ahora está el PAMI) y en San Juan entre Catamarca y Salta, se entraba por San Juan y tenía salida por Santiago, competían con los llamados “departamentos”: una construcción de departamentos en fila con un zaguán largo. Todavía quedan algunos en Crisóstomo Álvarez primera cuadra y en Catamarca al 200. A la oración venía a la cuadra una camioneta de agua y energía eléctrica que estacionaba en la esquina, y descendía un operario que, con una caña larga, bajaba una palanca de una caja instalada en la pared arriba de la cornisa; esto prendía la luz de la esquina y de la media cuadra. A fin de mes pasaba el cobrador de la luz que traía registrado en una tarjeta la deuda de los moradores del barrio. Cuando se encendían las luces, era el momento esperado por los chicos para sus inocentes juegos: la “pilladita”, los “choros”, la “rayuela”, la “gallinita ciega”. Todo esto ayudado por el escaso paso de los vehículos. Otra manera de jugar de los changos era ir a correr saltando sobre la lluvia que largaba el camión regador para lavar la calle. Poco a poco la noche iba instalando sus sombras, entonces llegaba la orden de la mamá para que los hijos vayan adentro. A las confiterías, que tenían mesas para jugar a la billa, llegaban de recorrida los “tiras”, policías de traje y corbata y, sombrero de calle, que venía cada uno en su bicicleta (eran dos) para controlar si había alguien violando la prohibición del juego para los menores de 18 años. Muchos en esos días demoraban para dormirse esperando escuchar el pito del vigilante, que a manera de ronda hacía sonar el silbato para avisar que estaba en la parada. Enseguida recibía la respuesta del compañero que estaba en la esquina correspondiente. ¡Qué tranquilidad significaba esto para los vecinos! Era tanta la confianza en los vigilantes, que en muchas casas se dormía con las puertas de calle sin cerrarlas totalmente, para que el gacetero dejara el diario del día o el lechero de la Tule o de la Granja Modelo, la botella de leche.

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