Nadie debe ser obligado a elegir

Vivir es una constante elección. Elegimos el sexo, el nombre, la nacionalidad, la religión, la ideología. A veces elegimos ser asexuados, ateos y nihilistas, anarquistas. Elegimos no ser o estar en contra de.

Nos inculcan desde pequeños que a mayor poder de elección mayor libertad. Ansiamos ser adultos para ser libres de elegir. Manejar, viajar, votar, hacer el amor, estudiar lo que nos gusta, hacer lo que tengamos ganas.

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El hombre es más libre cuanto más puede elegir y a su vez cuánto más puede elegir más poder tiene.

Cuanto más poderosa es una persona más libertad tiene para elegir. A qué hora se acuesta y a qué hora se levanta. Cuántas horas trabaja, y días, qué quiere comer, leer, mirar o dónde vivir.

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Incluso la vestimenta es un claro ejemplo del poder que ostenta un ser humano. Desde el más humilde que se pone lo que tiene, lo que puede, pasando por el que está obligado a uniformarse o debe cuidar cierta presencia. Esa gente no tiene libertad para vestirse, aún cuando luzca un refinado traje, ya que es víctima de la obligatoriedad de llevar saco y corbata o una vestimenta “apropiada”. No puede elegir no hacerlo.

¿Alguien imagina a un artista pintando de saco y corbata? Por eso el arte es tan poderoso, porque no hay nada más libre.

El hombre más rico del mundo, el mexicano Carlos Slim, propietario de Telmex, entre otras empresas, es conocido por acudir a importantes reuniones con jeans desgastados, remera y zapatillas.

¿Quién se atrevería a decirle a Slim que está mal vestido? Slim no necesita una corbata para que le respeten, le escuchen, le obedezcan o le teman. Tiene suficiente poder para elegir qué ropa ponerse en el momento que se le da la gana.

El jefe decide por sus subordinados, los padres por los hijos, el cura por los feligreses, el juez por los acusados y el político elige qué hacer en nombre de los ciudadanos. Elegir es poder.

Desde niños nos exigen que tomemos decisiones y que lo hagamos lo antes posible.

En estos tiempos vertiginosos triunfa el que decide rápido y fracasa el indeciso. No importa si la indecisión es producto de una mayor responsabilidad para analizar mejor la situación y achicar los márgenes de error. ¡Decidí ya!

En el mundo actual el indeciso está mal visto, hace perder tiempo, muestra debilidad, falta de firmeza, entorpece los flujos productivos.

Sin embargo, según el filósofo, físico y epistemólogo argentino Mario Bunge, existe un estadio superior de libertad al de poder elegir. Afirma que aún las personas más poderosas del planeta tienen limitaciones. Recuerda que “los teólogos bizantinos sostenían que ni el propio Dios podía alzarse jalando de sus sandalias, cordones, zapatos o lo que se lleve en el reino celestial” y que el sabio Leibniz decía que Dios puede hacer cuanto quiera salvo contradecirse.

De este modo, Bunge se pregunta que si la libertad no consiste en poder decidir lo que uno quiere ¿qué es? Y responde que “la libertad es el poder de no tomar una decisión cuando uno no desee tomarla”. Es decir, concluye Bunge, “ser libre es poder ser indeciso cuando a uno se le antoje, con razón o sin ella”.

Revelaciones

Si proyectamos esta línea de pensamiento de Bunge a distintos campos vamos a descubrir ideas muy interesantes. Por ejemplo, trasladada al ámbito político electoral, vemos que cuando las sociedad está muy polarizada, como en Argentina, a los presidentes, gobernadores, intendentes y a los cargos electivos en general, los eligen los indecisos.

Es bastante loco descubrir que en nuestro país los indecisos, que van del 30 al 40 por ciento según el distrito, son los que en realidad zanjan la mayoría de las decisiones políticas.

Una mirada positiva a este verdadero contrasentido democrático sería recordar a Aristóteles, quien afirmaba que la perfección no se sitúa sobre los peligrosos bordes (la grieta) sino en el justo medio. Es decir, en la mirada de Aristóteles, la perfección estaría más cerca de los indecisos que de los fanáticos decididos.

Según varios estudios, casi la mitad de los votantes decide su voto entre 48 horas antes y el día del comicio, y según una investigación de la Universidad de Belgrano durante las elecciones de 2013, el 55% afirma que analiza y medita su voto, mientras que el resto lo hace sin pensar, de manera casi intuitiva.

Si sabemos entonces que a los candidatos los eligen los indecisos y que la mitad de ellos lo hace sin pensar, ¿por qué el sufragio es obligatorio?

Y aún entre los decididos, muchos van a votar porque están obligados, no porque quieren.

Hablar de libertad, democracia y voto obligatorio en el mismo párrafo es una contradicción fenomenal.

Le damos la libertad de ir o no ir a votar a los mayores de 16 años y menores de 18, pero a los mayores de 18 no le damos esa libertad. Es decir, en Argentina cuanto mayor sos menos libertad tenés. Unos genios nuestros legisladores.

La obligatoriedad del voto se instauró con la famosa Ley Sáenz Peña, que acaba de cumplir 105 años. Fue sancionada por el Congreso de la Nación el 10 de febrero de 1912, promulgada el 13 de febrero y publicada en el Boletín Oficial el 26 de marzo de ese año.

Como si nada hubiera cambiado en el mundo en este último siglo, sigue vigente una norma cuyo objetivo era subsanar fallas que ya no existen.

La Ley Sáenz Peña impuso el sufragio universal, secreto y obligatorio, porque hasta ese momento en Argentina votaba un puñado de ciudadanos selectos y a viva voz, en una democracia de bajísima calidad, en la que abundaban los fraudes, los aprietes y las amenazas, y los candidatos electos no eran representativos de la mayoría.

Esta ley buscó que fuese a votar la mayor parte de la gente y que su voto no estuviese condicionado por nadie. Obligatoriedad que hoy no sólo carece de sentido, sino que se utiliza para lo contrario de lo que fue concebida, que es el clientelismo y el acarreo de votantes.

El origen del voto femenino

Existen muchas confusiones, contrariedades y engaños electorales a lo largo del siglo y medio de democracia argentina. El voto femenino es un ejemplo. Se cree erróneamente que las mujeres votan gracias a Eva Perón, pero en realidad el voto femenino nunca estuvo prohibido en la Argentina. De hecho, la primera mujer en sufragar en el país fue la doctora Julieta Lanteri, quién votó el 26 de noviembre de 1911.

Ocurre que a partir de la Ley Sáenz Peña, sancionada tres meses después del voto de Lanteri, para universalizar el sufragio se impuso el único padrón que existía en ese momento, que era el del servicio militar. Por eso quedaron excluidas las mujeres de los padrones, pero no del voto.

En un movimiento genial de marketing político, Juan Domingo Perón firmó un decreto en 1947 disponiendo la obligatoriedad del voto femenino, resolución a la que tampoco debe restarse mérito, ya que en los hechos las mujeres no estaban votando.

El escritor Marcos Aguinis sostiene que la responsabilidad es una consecuencia de la culpa. El sistema, la sociedad, nos inculca el sentimiento de culpa para cuando no hacemos lo correcto, cuando mentimos, cuando engañamos, cuando robamos, cuando no somos solidarios ni pensamos en el otro, en definitiva, cuando no cumplimos con nuestras obligaciones. Y dice que como todas las cosas, por ejemplo los medicamentos, que en exceso matan y en defecto no operan, también el exceso de culpa es mala y la falta de ella también.

La psiquiatría nos enseña que las personas que no sienten culpa en absoluto son perversas o psicópatas.

Aguinis afirma que esa matriz está torcida en la Argentina, desde los orígenes mismos de la Patria. Como estamos acostumbrados a que burlarse de la ley no tenga consecuencias, valoramos la viveza, al que sabe zafar, al experto en currar.

No significa que los argentinos no sientan culpa, sino que hemos invertido los valores. No sentimos culpa por violar la ley, sino porque nos descubran.

Por eso sostenemos una democracia punitiva, con mirada policial sobre el votante, al punto que la constancia para justificar que no hemos podido votar la tramitamos en ¡las comisarías, como hace 105 años!

Más grave aún es que la obligatoriedad del voto en Argentina es una farsa encubierta, que muy pocos saben. Otra de las tantísimas hipocresías que rigen nuestra política. Al margen de que las multas son irrisorias, casi siempre después de una elección, al poco tiempo, se dicta por decreto una amnistía electoral que libra de culpa y cargo a los que no cumplieron con su obligación cívica. Esto, claro está, no se informa a la población, a quienes como niños se les oculta que los Reyes son los padres.

Sólo quedan 21 países en el mundo (el 10%) donde sufragar es una obligación, en vez de un derecho. De esos 21 países la mitad son latinoamericanos y sólo tres son europeos: Suiza, Bélgica y Luxemburgo, cuyas democracias, y no es casual, tienen características diferentes a las del resto de los países “normales”.

Nadie puede negar que la Argentina necesita mejorar la calidad de su democracia y 105 años de obligatoriedad no han ayudado, por el contrario, han normalizado la trampa y el engaño.

En línea con el pensamiento de Bunge, quizás es hora de buscar alternativas superadoras -la boleta única es una de ellas- para cultivar una democracia de mayor calidad, con un nivel superior de libertad, donde aceptemos que no elegir también es un derecho, y bastante trascendente.

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