Las lentejas de Diógenes

Las lentejas de Diógenes

Los tiempos cambian y la moral se elastiza. Igual que el elástico de una ropa interior, con el tiempo y con el uso la moral va cambiando de forma. Igual que una ropa interior termina cayéndose, y no siempre por voluntad propia. La metáfora es burda y sencilla. Entonces: la metáfora es efectiva. Encierra una verdad.

30 Julio 2017

Por Rogelio Ramos Signes - Para LA GACETA - Rosario

Sin entrar en la disquisición entre moral subjetiva y moral objetiva planteada por Hegel, pero aceptando (a falta de algo más claro) la moral como sinónimo de ética, hemos ingresado, por simple deformación de esta sociedad de ilimitado consumo, en la más despiadada ley de la selva. Yermo en su espiritualidad, y sin esbozo alguno de culpa, el hombre choca con el hombre en aras de lo circunstancial. Sólo el presente cuenta (el ayer no existe). El mundo comienza aquí (nacemos de nosotros mismos).

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Pero nuestros padres existieron, y obraron de manera tal que, sin saberlo, coincidieron con algunos principios defendidos por Kant, ya que la razón de sus actos pudo servir de ley universal. Nuestros padres sabían que el mejor premio a las buenas obras era haberlas llevado a cabo. Nuestros padres daban la palabra, y esa palabra dada era un documento no escrito. Nosotros, en cambio, escribimos un documento que se desvanece en el aire, como si fuese una palabra ¿Qué ha sucedido en nuestra historia para que hayan cambiado también las cosas buenas?

Es bien sabido que el hombre cambia constantemente. Bien entendido, el cambio supone un avance. Pero no todos los cambios son un paso adelante.

Salvo en lo que respecta a su amor por un club de fútbol (nacemos y morimos fieles al mismo cuadro) el hombre cambia de todo y en todo. Cambia de gustos, de ideología, de religión, de nacionalidad, de estado civil, de lengua, incluso cambia de sexo. Nada le está vedado a este ser humano del nuevo milenio. Pero lo malo, lo verdaderamente malo, es que en ese cambio tolera el delito como una moderna y aceptable forma de vida. Entonces me pregunto: el delito, a pesar de sus nuevos envoltorios ¿no sigue siendo delito a través de los tiempos?

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Ya hay quienes aceptan el asesinato como una instancia política; el robo como una ocupación liberal; el engaño como una estrategia laboral; la mentira como un medio de comunicación. Pero, eso sí, seguimos siendo fieles al mismo equipo (por otra parte, el mejor del mundo) porque nos resulta deshonesto cambiar de divisa deportiva.

Creo que el término honestidad debería tener un significado que trascendiera la mera relación interpersonal. Es loable y necesario para la convivencia ser honestos con los demás; pero pocas veces nos planteamos ser honestos con nosotros mismos. La coima, por ejemplo, a la vez que nos halaga económicamente ¿no nos denigra ante nuestros propios ojos, sea cual fuere el eslabón que ocupemos en la larga cadena del delito? La obsecuencia ¿no nos avergüenza como individuos? El acatamiento a todo, incluso a lo más caprichoso y arbitrario ¿no nos anula como seres pensantes? Me temo que todo esto “suene” un poco a moralina, pero no importa; mientras no “huela” a moralina, no hay problema. La mediocridad sigue siendo un buen negocio, se cotiza bien en el mercado y allana el camino a quienes toman las decisiones. Si se quiere, es hasta una manera de tener éxito, pero como aquél del que hablaba Henry James: un éxito “que tiene mucho de lo inofensivo del fracaso”.

Al parecer, esas cosas ya no nos preocupan. Mientras haya dinero de por medio, o un trozo de poder, o fama, o simplemente una promesa de tranquilidad, allí estaremos poniéndole el hombro a la destrucción del prójimo.

Cuenta una vieja anécdota que estaba el filósofo griego Diógenes cenando un modesto plato de lentejas, cuando lo vio Arístipo (también filósofo y también griego). Arístipo, que vivía confortablemente a cambio de adular en forma constante al rey, díjole: “Si aprendieras a ser sumiso al rey, no tendrías que comer esas horribles lentejas.” A lo que Diógenes, totalmente tranquilo consigo, le respondió: “Si tú hubieras aprendido a comer lentejas, no tendrías que adular al rey.”

© LA GACETA

Rogelio Ramos Signes - Escritor.

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