El club de la pelea

El club de la pelea

Inmersión ficcional en la violencia del fútbol

EL PERFIL. A través del protagonista de su novela, Fernández narra la historia de un hombre violento, que no quiere dinero ni poder: sólo desea pelear. archivo EL PERFIL. A través del protagonista de su novela, Fernández narra la historia de un hombre violento, que no quiere dinero ni poder: sólo desea pelear. archivo
23 Julio 2017

NOVELA

EL BARRABRAVA

FERNANDO GONZÁLEZ

(Sudamericana - Buenos Aires)  

“Quizá la única utopía que nos dejaron es la de ir a la cancha. A veces siento que sobre este país pasó una topadora y arrasó con todo: sueños, certezas, cadáveres. A veces siento que no queda nada de aquel país en el que yo vivía. Que la topadora dejó un país planito, planito. Un país sin ninguna montañita que te vaya a sorprender”. Lo dice El Gordo, político del norte del conurbano bonaerense y uno de los personajes de El barrabrava, el libro de Fernando González en el que se cuenta la vida de Facundo Gómez Lara, un violento que desde chico siente pasión por la pelea y no encuentra mejor manera de ejercerla que en una cancha de fútbol. Su periplo de violencia arranca en su departamento de clase media alta, en el barrio porteño de Palermo, cuando el día de su cumpleaños mata a patadas y tira desde el balcón al gato de la familia. No siente remordimientos. González lo cuenta al mejor estilo Roberto Arlt. Poco después, Fernando va a la cancha a ver a Tigre y queda maravillado con los hinchas que se pelean con la policía y con los barras rivales.

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Una tarde vuelve a ver a esa misma cancha y apalea a un hincha rival. Eso lo enaltece y lo hace respetable ante sus pares. Con los años se convierte en líder. Lo único importante de su vida pasa a ser la cancha de cada sábado y las corridas a los barras rivales. A diferencia de sus compañeros de andanzas, no quiere dinero ni poder. Tampoco los necesita. Sólo desea pelear.

En tanto, se enamora de Gimena, compañera del colegio a la que le cuenta sus secretos: nadie más conoce su doble vida. Ni siquiera sus padres, casi desconocidos para él.

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El aeropuerto de Ezeiza es el escenario para un posible cambio de vida. A punto de viajar a los Estados Unidos para seguir a la Selección de Maradona en el Mundial del 94, tiene un diálogo sincero y emotivo con su padre. “Sólo espero que lleguen los sábados para ir a la cancha. A veces pienso que es en el único lugar donde me siento feliz, donde todo es auténtico”, le contesta al padre cuando le pregunta por qué le gusta ser barrabrava. También se enterará por esas horas de que figura en la lista negra de violentos argentinos a vigilar durante el torneo por la policía local.

Con ellos no se jode, le advierten. Sin embargo, la adrenalina por la violencia enceguece a Facundo, quien siente que las tribunas de los estadios norteamericanos son iguales a las de Victoria. Demasiado tarde entenderá que el mundo va mucho más allá de las tribunas de una cancha de fútbol.

© LA GACETA

Alejandro Duchini

El barrabrava * 
Por Fernando González
Facundo supo, casi desde el comienzo de su existencia, que en sus vísceras convivían dos personas. Lo supo desde que era un chico. Desde aquel día en que lo obligaron a querer a ese gato. Un animal sin ninguna clase de distinción. Un gato silvestre, blanco y negro, de pelos asquerosamente suaves. Desde el fondo del alma, Facundo supo que lo habitaban seres extraños. Seres que le caminaban por dentro y le despertaban los peores instintos. Que le alimentaban la ansiedad y lo empujaban a golpear. Sin razón, sin argumentos, pero con una convicción que le hacía doler el pecho. Facundo sentía esa viscosidad en los labios cuando veía al gato. Sentía que el odio le chorreaba por la boca cuando lo acariciaba contra su voluntad. Porque hasta eso le pedían a Facundo. Que acariciara porque sí al gato. A ese gato. 
-Acaricialo, Facundo, al Michi; si no, nunca va a  ser amigo tuyo…
Así le decía su madre a Facundo. Con esa gramática vulgar, despojada de toda elegancia. Y él más odiaba a ese gato cuanto más lo acariciaba. “No tenés idea de cuánto vas a sufrir cuando te ponga una mano encima, gato de mierda…”, le dirigía Facundo sus pensamientos más negros al gato. Pensamientos realmente oscuros para un chico de siete años, que desconocía a esa edad la mayoría de las caracterizaciones de la maldad.
* Fragmento.


El barrabrava * 
Por Fernando González

Facundo supo, casi desde el comienzo de su existencia, que en sus vísceras convivían dos personas. Lo supo desde que era un chico. Desde aquel día en que lo obligaron a querer a ese gato. Un animal sin ninguna clase de distinción. Un gato silvestre, blanco y negro, de pelos asquerosamente suaves. Desde el fondo del alma, Facundo supo que lo habitaban seres extraños. Seres que le caminaban por dentro y le despertaban los peores instintos. Que le alimentaban la ansiedad y lo empujaban a golpear. Sin razón, sin argumentos, pero con una convicción que le hacía doler el pecho. Facundo sentía esa viscosidad en los labios cuando veía al gato. Sentía que el odio le chorreaba por la boca cuando lo acariciaba contra su voluntad. Porque hasta eso le pedían a Facundo. Que acariciara porque sí al gato. A ese gato. 
-Acaricialo, Facundo, al Michi; si no, nunca va a  ser amigo tuyo…
Así le decía su madre a Facundo. Con esa gramática vulgar, despojada de toda elegancia. Y él más odiaba a ese gato cuanto más lo acariciaba. “No tenés idea de cuánto vas a sufrir cuando te ponga una mano encima, gato de mierda…”, le dirigía Facundo sus pensamientos más negros al gato. Pensamientos realmente oscuros para un chico de siete años, que desconocía a esa edad la mayoría de las caracterizaciones de la maldad.

* Fragmento.

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