Corremos riesgos de caer en la idolatría de la neurociencia

Corremos riesgos de caer en la idolatría de la neurociencia

El filósofo Juan F. Franck advierte sobre la falacia que encierran frases como “no eres más que un montón de neuronas”

14 Julio 2017

Juan F. Franck
Co-Director del Proyecto “El cerebro y la persona” - Universidad Austral
Juan F. Franck
Co-Director del Proyecto “El cerebro y la persona” - Universidad Austral

Todos conocemos algún estómago resfriado. Pero no es necesario ser doctor en letras para saber que el humor suele valerse de metáforas, y nadie toma la expresión literalmente. Sin embargo, en tiempos recientes no pocos han comenzado a pregonar que “somos nuestro cerebro”, y mirándonos fijamente nos dicen con toda seriedad: “no eres nada más que un montón de neuronas”, “eres tus sinapsis”. Los autores de estas frases no son literatos ni humoristas, sino renombrados científicos que dicen lo que verdaderamente piensan, incluso algún premio Nobel. Muchos divulgadores, más encandilados por la neurociencia que los mismos científicos, les hacen eco, tal vez ansiosos de causar sensación con alguna “novedad” de último momento.

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Está claro que la ciencia del cerebro es una de las fronteras de la investigación científica y tiene un espectacular potencial benéfico. Hoy tenemos una especie de geografía de las áreas cerebrales involucradas en la percepción, las emociones, la formación de intenciones, etcétera. A diferencia de los frenólogos del siglo XIX, quienes sostenían que cada función mental estaba anclada a un área específica, tomamos con pinzas esa localización. El cerebro funciona más bien como una red distribuida, en constante comunicación de unas áreas con otras, y tiene una moderada plasticidad, es decir que es capaz de establecer nuevas conexiones neuronales cuando ocurren lesiones. Falta muchísimo por descubrir, y quizás también por corregir, pero es indiscutible que las neurociencias han contribuido y seguirán contribuyendo al conocimiento y tratamiento de enfermedades psíquicas, deficiencias cognitivas, dificultades en el aprendizaje, y un larguísimo etcétera.

El cerebro parece ser asiento de nuestros estados mentales, el órgano mediador entre la percepción y la conducta, nuestro canal de vinculación con el mundo y el regulador de nuestros cambios anímicos. Pero la importancia que hoy justamente le reconocemos ha mutado en una especie de idolatría y de ningún modo justifica esas frases abusivas. Afirmadas seriamente, sólo pueden significar que todo eso que consideramos íntimamente nuestro -emociones, pensamientos y decisiones- es producido por el cerebro análogamente a como el hígado secreta la bilis o las papilas generan saliva. No es una exageración, ya que muchos hemos leído en libros de divulgación que el cerebro prescribe todos nuestros pensamientos, incluyendo los más elevados. El psiquiatra británico Raymond Tallis denuncia en la sociedad contemporánea una alarmante neuromanía, que consiste en creer que el arte, la ciencia, la filosofía, la religión y toda nuestra conducta puedenn explicarse únicamente en términos neurales. De ahí esa áurea intocable del prefijo neuro-, que permite la proliferación de disciplinas mediante la sola inclusión de imágenes tomadas con un escáner cerebral.

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Hace unos años, dos psicólogos de la Universidad de Colorado publicaron un artículo en el que mostraban que estudiantes de esa universidad daban más crédito a afirmaciones científicas si estaban acompañadas de imágenes tridimensionales del cerebro que si no lo estaban. Aunque estudios posteriores relativizaron esa conclusión, haríamos bien en preguntarnos qué representan esas imágenes. Los aparatos que emplea la neurociencia (electroencefalógrafos, resonadores magnéticos, etcétera) registran la actividad cerebral de manera indirecta, según la energía liberada. Los colores que vemos en las imágenes resultan de la intensidad de la actividad así registrada, pero no corresponden a colores reales percibidos, sino a códigos prefijados. La imagen no se obtiene observando el cerebro; resulta de una sofisticada elaboración que incluye promedios estadísticos. Podrá parecer una obviedad, pero si alguien llegó a turbarse un poco cuando le dijeron que era su cerebro mientras le mostraban ese tipo de imágenes, entonces puede que se haya contagiado la neuromanía.

Propiamente hablando, no se puede filmar, grabar ni localizar la experiencia. Se puede registrar lo que ocurre en el cerebro cuando una persona está sintiendo, recordando, imaginando, pensando o decidiendo. Se puede también observar las alteraciones fisiológicas, los gestos y la conducta que preceden, acompañan o se siguen de determinados estados mentales. Pero ningún instrumento detecta el ver, el sentir, el recordar o el pensar mismo. No solamente existe un límite para la lectura del pensamiento de otra persona, sino que aún cuando pudiera saberse todo lo que está pensando, no habríamos alcanzado su pensar mismo. Hay una inmensa desproporción entre el cerebro y lo que ocurre en él, por un lado, y la vida de la mente como la experimentamos, por otro. Que podamos establecer multitud de correlaciones no permite identificarlas. Ni siquiera establecer alguna forma inequívoca de causalidad, como si una serie de fenómenos eléctricos y químicos hicieran surgir la conciencia por sí solos. Existe lo que algunos filósofos llaman una “brecha explicativa” entre lo neural y lo mental: no tenemos explicación alguna de que a un tipo de fenómenos corresponda un tipo determinado de experiencia. Como dice Tim Bayne, de la universidad de Monash (Australia), sería como la aparición del genio cuando Aladino frota su lámpara.

Pero hay algo más. Tras las huellas de Wittgenstein, el filósofo Peter Hacker, de la Universidad de Oxford, y Max Bennett, un neurocientífico australiano, se preguntan qué podría significar que un grupo de neuronas siente, recuerda o decide. ¿Cómo podríamos verificar algo así? La respuesta no es que todavía no podemos, pero que cabe esperar que algún día la tecnología logre hacerlo. A pesar de estar gramaticalmente bien construidas, expresiones como “el cerebro decide”, “el hipocampo recuerda”, “el hemisferio izquierdo interpreta” y otras semejantes no tienen ningún sentido preciso. No cabe, así, un experimento para testearlas, sino una clarificación conceptual. No es el cerebro, o un grupo cualquiera de neuronas, el sujeto apropiado de predicados psicológicos, sino la persona la que piensa, siente, recuerda o decide. El uso incorrecto del lenguaje refleja a menudo un pensamiento confuso.

La fascinación por lo legítimamente novedoso no debe hacernos olvidar el sentido común. Y la crítica filosófica no consiste en derribar creencias, sino principalmente en hacer que nada importante ni verdadero se pierda de vista en nuestra visión del mundo y del hombre.

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