La radicalidad evangélica frente a la mediocridad

La radicalidad evangélica frente a la mediocridad

02 Julio 2017

PBRO. MARCELO BARRIONUEVO

2R 4,8-11.14-16: “Ese hombre de Dios es un santo, se quedará aquí”. Sal 88,2-3.16-17.18-19: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”. Rm 6,3-4.8-11: “Por el Bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte para que andemos en una vida nueva”. Mt 10,37-42: “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí”.

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La Real Academia Española ha comunicado que a partir de este año se añade a su diccionario el concepto de “posverdad” con valor de sustantivo. El detalle no es menor ya que lo que entra en juego es el concepto mismo de verdad. La nueva definición sería una especie de nueva experiencia subjetiva de la verdad que cada uno irá elaborando por sobre lo pensado y vivido. Sin embargo, los cristianos seguimos creyendo en la misma verdad de siempre: la persona de Jesús. Ser cristiano no es simpatizar con una causa por noble que sea, sino una adhesión de nuestra inteligencia y corazón, un compromiso con la “persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre” (Veritatis Splendor, 19).

En tono incisivo, casi rudo, el Evangelio de hoy nos recuerda: “Quien ama a su padre o su madre más que a mí, no es digno de mí”. Cualquiera que está familiarizado con las enseñanzas de Jesús comprende que estas palabras no enfrentan al 1º y 4º mandamiento; señalan tan sólo el orden en que deben vivirse. Se establece una jerarquía en el amor de las personas y de las cosas: primero Dios, la familia, el trabajo. Esa jerarquía del amor implica un justo orden de los afectos que se basan en la verdad del mismo amor que se manifiesta. No hay verdadero amor si este está desordenado por el egoísmo y el capricho.

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Nada debe anteponerse al amor de Dios. Los padres y los hijos deben recordar esto: cuando Dios se insinúe en sus vidas y los invite a una entrega más generosa a la causa del Evangelio. Y cada uno debe comprender que vivir obsesivamente pendientes de uno mismo y sus intereses, de su bienestar, sin pensar en Dios y en los demás, es cegar la fuente en la que se desea beber.

El recto amor al que nos invita Jesús muchas veces va unido a la cruz. Seguirlo al Señor por la experiencia de la vida que se presenta con dificultades e incomprensiones. Sin Cruz no hay cristianismo. La comodidad egoísta muchas veces se filtra en todo afecto y en toda actuación, incluso en las cosas nobles y santas que podemos hacer. Seguir a Jesús es asumir la radicalidad del Evangelio frente a la mediocridad de una entrega mezquina. La entrega es total.

Que este domingo pidamos luz al Espíritu Santo para “ver” la justa jerarquía del amor en lo que hacemos; el amor fundado y que se sostiene en la verdad, que es una persona y una vida: la de Jesús.

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