Por Santiago Garmendia - Para LA GACETA - Tucumás
Escribir implica la confianza ciega en la posibilidad de comunicarse. Es una operación comparable a tirar de la soga sumergida de una red profunda, a la espera de que se nos revele quiénes son nuestros interlocutores. Valga la metáfora pesquera para denotar también que tanto en uno como en otro extremo del texto se encuentra siempre una fauna insospechada. Caben para otra oportunidad algunas caracterizaciones, que deben incluir en su espectro tanto al lector desprevenido, apresado por una efímera moda literaria, como al humilde escritor de orilla que, con el agua hasta la cintura y mientras cuela las olas con su red medio mundo, se topa trágicamente con algún sanguinario crítico. Nótese que las redes pueden ser construidas ex profeso para apuntar a los grandes cardúmenes o a las singulares rayas. Pero la situación nunca excluye que puedan verse mortalmente enredados inocentes cuya existencia era absolutamente ignorada por el pescador.
Un límite notable de la comparación es que, una vez lanzado un libro a las profundidades de la lectura, se sucederán de modo virtualmente infinito las escenas de capturas y liberaciones. Seguro que a esto se refería Platón, en flagrante contradicción performativa (¡escribió más de 32 diálogos!), cuando siguiendo a Sócrates sostuvo que los libros son palabra muerta. Platón confundió dos cuestiones de órdenes diferentes. Desde ya, la pretensión de autor de ser intepretado de una forma precisa es una apuesta perdida de antemano. Una apuesta a una doble permanencia: del mundo y de la opinión que tenemos sobre él. Pero, a pesar de esas pretensiones, es innegable que red y océano se vuelven inseparables y el escritor-pescador sabe resignado, aun cuando no lo reconozca, que lo que hay al final de la línea ya no es ni será jamás idéntico a lo que él (¡cree!) que arrojó. La mismidad de la palabra no es más que una ilusión necesaria, una astucia del texto.
La escritura es entonces un acto que nos vincula a una audiencia, la cual puede bien puede ocurrir que nunca llegue a concretarse -vaya aquí mi homenaje a todos aquellos libros que no conocieron a sus lectores-, pero que es impensable sin que esa posibilidad esté contenida en la voluntad de la pluma. Podemos señalar, en este sentido, que el texto es una actualización de nosotros mismos como lectores y/o autores a través de este vínculo tan secreto como metafísico: la lectura. Es aquí donde nos encontramos con un accidente crucial, al que analizaremos brevemente. Me refiero al fenómeno de “contar el final”, que nos puede permitir clarificar en qué consiste un texto filosófico.
Al final
Desde luego, esta interferencia hermenéutica-ontológica toma distintas modalidades en los diferentes textos. Ejemplifiquemos de alguna forma en qué consiste esto de contarle a otro la médula de un relato a la que debiera llegar por sí mismo. Analicemos un caso sencillo: en la conocida novela de Stevenson podemos señalar –a alguien que se dispone a leerla- que el abominable hombre Mr. Hyde, capaz de patear a un niño caído y de asesinar a golpes a un anciano parlamentario que le pregunta amablemente por una dirección, es una muestra de alta pureza de la maldad contenida en el ciudadano común y corriente llamado Dr. Jekyll, con lo que arruinamos para este individuo una buena parte de la tensión dramática del Extraño caso…
Este fenómeno toma rasgos absolutamente distintos en otros textos, por ejemplo en los científicos. Es de notar que la reacción de alguien a quien se le cuente que “al final todos los cuerpos perseveran en su estado de reposo o de movimiento uniforme en línea recta, salvo que se vean forzados a cambiar ese estado por fuerzas impresas”, a propósito de la lectura de Principia Matemática de Isaac Newton, es completamente otra a la que suscita una afirmación como la del primer ejemplo. En un caso puede llevar a evitar el texto, en el otro puede ser una invitación a su encuentro.
Considérese un tercero, de la filosofìa: al final la historia es el altar donde se sacrifica la dicha de los pueblos y la felicidad de los individuos, hipótesis medular de la Fenomenología del Espíritu de G. W. F. Hegel . Se aproxima al segundo caso en tanto la afirmación que contiene no se refiere simplemente desarrollo de una trama, sino al mundo. Pero no se identifica con él en tanto nuestra actitud hacia el contenido no es la de quien está ante un juicio sobre el universo (un simple y quizás indiferente “mirá vos”), sino sobre nuestro papel en él, somos nosotros los cuerpos inerciales de los que habla. Una inercia que puede ser modificada por nuestra conciencia de la situación.
Por supuesto, podemos leer a Newton desde una óptica filosófica si ahondamos en sus supuestos, si por ejemplo, cuestionamos el mecanicismo como única explicación posible del mundo, al final el mundo parece ser sólo una especie de reloj. Tampoco denostemos tan rápido los dominios ficcionales.Podemos plantear, para el Dr. Jekyll de Stevenson, una tesis como al final nos encontramos ante el absurdo de que dos personas moralmente distintas comparten una misma muerte, afirmación de enorme carga filosófica.
La clave del texto filosófico radica en esos “al final”. No existe en estado puro, sino que es una manera de encarar los textos y al propio mundo como un texto. Filosofar sobre un texto es leer para “spoilear”, para provocar.
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Santiago Garmendia - Filósofo y escritor.








